Pocas veces se ha visto tal agilidad en una articulación como en ese hombro de González Fuertes que subía y bajaba frente a Maxi Gómez como si estuviese llamando taxis compulsivamente o viniese de un desfile en la Alemania de los años treinta. El fisio que cuida de su chasis tiene que estar orgulloso de semejante despliegue que confirma que si algo ha mejorado en el arbitraje español es la condición física. Hace años había colegiados que parecían vivir instalados en una interminable fiesta de San Blas y a la tercera carrera levantaban un campamento en el círculo central que solo abandonaban para irse a la ducha. Felizmente ahora casi todos son individuos filiformes que pasarían perfectamente por adictos al running o al cross-fit y cuya dieta me temo que está colonizada por la quinoa, tan sobrevalorada como Morata. Bendita evolución en el colectivo. Corren más, entienden el juego, reciben más formación, estudian, se preocupan por ser mejores... Un panorama idílico si no fuese por un pequeño detalle.

Lo que la modernidad no ha cambiado en el arbitraje es la manera que tienen de ver y juzgar camisetas. El reglamento se aplica o se adapta en función de la identidad del infractor. Maxi, que se merece un más que severo tirón de orejas por su comportamiento de ayer y por comprometer al equipo con su reiteradas protestas, vio dos amarillas meteóricas después de que al Celta le pitasen un penalti de verdadera risa. Los encendidos defensores del gremio dirán que el reglamento está bien aplicado y que el delantero uruguayo podía haberse guardado los aplausos para más tarde. Correcto. El problema del argumento en cuestión es que ese mismo reglamento, ese feroz y escrupuloso cumplimiento, se les borra de su frágil memoria cuando es Sergio Ramos o Luis Suárez quienes están enfrente. Ahí aparece la figura del colegiado dialogante que entiende aquello de las altas pulsaciones y la tensión con la que viven los futbolistas los partidos. Y entonces, muy dignos ellos, soportan a Luis Suárez gruñendo a un palmo de la cara o a Sergio Ramos abroncándoles como si le acabasen de rayar el coche. Los ejercicios de autoridad desaparecen. Ya no ven "protestas reiteradas" ni "faltas de consideración", esas muletillas con las que justifican en el acta cualquier tropelía. "Pobrecillos, me gritan porque están nerviosos", deben pensar. Aguantan y se tragan el aliento del galáctico de turno. Y la frustración que seguramente acumulan en esos días en que se comen el orgullo y le televisión subtitula todo lo que escuchan y aguantan sin pestañear, lo guardan para mejores tardes.

Por eso irrita lo de Maxi Gómez. Porque solo le pasa a la clase media del fútbol español. Con otros no se atreven. Es ante camisetas como la del Celta (me vale casi cualquier otra) cuando dejan de entender lo de las pulsaciones y sacan ese juez implacable que no entiende de atenuantes. Un árbitro con un mínimo de respeto por el espectáculo habría solucionado el ataque de rabia de Maxi con una amarilla y le hubiese advertido. Destrozar un partido y a un equipo de esa manera retrata a quien hace unas semanas se hacía el sordo ante futbolistas con mejor pedigrí. Ese agravio es el que pudre el fútbol español y el que provoca una risa cada vez que los comentaristas entusiastas de la tele gritan aquello de la mejor Liga del mundo, la misma que te muestra las líneas del VAR dependiendo del partido que sea. En el Wanda la ves, en Getafe tienes que hacer un ejercicio de fe.