"Sólo sabe meter goles", le criticaba el analista Julio Maldonado a Teddy Sheringham en los noventa. Porque los de Sheringham era goles feos, sin orfebrería técnica. Ese único toque parecía siempre más producto de la fortuna que de la calidad. El balón culebreaba a veces entre las piernas rivales, encontrando atajos y desvíos para acabar en las mallas. Sheringham escribía goles rectos con renglones torcidos. Después se ausentaba del juego. Se alejaba físicamente de las jugadas, aparentemente despistado. Si alguna combinación lo incluía, no disimulaba su incomodidad. Pero al final acudía puntual a esa encrucijada cósmica en que la jugada y su cuerpo se habían citado. Sheringham sólo sabía marcar goles. Era un delantero extraordinario.

El delantero siempre ha vivido del gol. Se le reclama incluso a aquellos como Benzema que ofrecen un catálogo más amplio. Los nueves clásicos lo tienen como alimento exclusivo. Maxi ha nacido para marcar goles. Poseía su misteriosa alquimia antes de entender su composición. Después al instinto le ha ido añadiendo lectura. Maxi marca porque intuye y porque conoce, aunque probablemente no podría distinguir en qué porcentajes. Maxi no sólo sabe marcar goles, pero aún casi. También es un delantero extraordinario.

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El gol, que es lo que sucede y lo que permanece, el instante y su número, lo es todo para Maxi: su ansia, su hogar, su refugio, su abogado. Cada vez que peligra su titularidad, Maxi le reza al gol. Porque la historia de Maxi en el Celta es la del ariete que nunca debió ser. Fue por el gol que se ha hecho carne.

El ojo clínico de Felipe Miñambres lo descubrió en un equipo de clase media de Uruguay. El delantero centro que nunca se había querido desde el fiasco con Park. La directiva lo fichó sin consultárselo a Berizzo. Una maniobra que contribuyó a enturbiar el proceso de renovación; otra gota en los malos entendidos que condujeron a un divorcio todavía hoy traumático para el celtismo.

Nunca se sabrá qué hubiera sido de Maxi en Vigo si Guidetti no se hubiera lesionado ante la Roma en el último amistoso de pretemporada. El sueco era su fotografía en negativo, un Benzema de coste bajo: gran entendimiento del juego y punta roma. Aspas reclamaba entonces jugar en la derecha porque era la puerta que Lopetegui le ofrecía hacia la selección. Así que Maxi salió y marcó. Y siguió marcando mientras en el vestuario algunos esperaban que dejase de hacerlo creyendo en la eclosión de Emre Mor.

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Con Mohamed no hubo dilema. Aunque lo enmascarase en su discurso líquido, adaptable siempre a las apetencias del interlocutor, a Mohamed le gustaba construir el equipo desde la estación término que es Maxi antes que desde la estación de salida del balón. Pero con Cardoso se había reabierto el debate. Cardoso es de la escuela de Luis Enrique o Unzué: metódico, obsesivo en la repetición. El portugués se centra en la construcción del juego. A su juicio el gol llega después como consecuencia lógica. Para ganar capacidad de combinación entendió que en Anoeta necesitaba prescindir de Maxi.

Es una transformación difícil de realizar con la temporada en marcha. Al final, el gol es el oxígeno que el Celta necesita en las honduras de la clasificación. Al primer farol de Cardoso, a su primera suplencia, ha respondido Maxi con el gol. Al portugués no le aguarda una tarea sencilla. Aspas necesita ahora frecuentar los territorios axiales, donde Luis Enrique lo prefiere en la selección. Le seguirá tentando sentarlo contra un alegato irrefutable: Maxi pelea, va mejorando de espaldas, es capaz de asistir... Sabe sobre todo marcar goles. Es un delantero extraordinario.