Veinte años han pasado desde la primera gran noche del Celta en Europa, la que con más fuerza ha arraigado en la memoria y el corazón de sus aficionados. Basta con escuchar la palabra Birmingham para que un escalofrío recorra la espalda de cualquier seguidor que haya entrado en la treintena. Aquel prodigio sucedió tal día como hoy de 1998. El Villa Park, un estadio que acababa de cumplir cien años, viejo pero cargado de grandeza y magnetismo, asistió a un despliegue inimaginable de fútbol; a una actuación próxima a la perfección con la que el equipo entrenado por Víctor Fernández remontó el 0-1 que los "villanos" habían logrado en el encuentro de ida jugado en Balaídos.

Es complicado encontrar una noche que mejore aquella. Por el imponente escenario, por la historia del rival, por el marcador en contra, por el juego desplegado, por la sensación de estar ante un acontecimiento y por el respeto y la admiración con la que el público del Villa Park despidió al Celta. Puestos en pie. El mismo aplauso de quien acaba de asistir a un concierto de ópera irrepetible, a una obra teatral única o a un concierto extraordinario. Porque todo eso fue el Celta. Ganó 1-3 gracias a los goles de Sánchez, Mostovoi y Penev. Pero la noche del 3 de noviembre de 1998 es mucho más que un simple resultado. "Nunca veremos nada mejor" dijo alguien según recogíamos a toda velocidad los bártulos en la tribuna de prensa. Y puede que, veinte años después, ese mensaje aún tenga vigencia. Porque vinieron muchos días grandes del Celta, victorias épicas, triunfos soñados en estadios colosales, clasificaciones europeas, alguna final, pero a todos esos días les faltó el aroma de Birmingham, el impacto de la primera vez y la impresión de ver a un recién llegado a Europa (había pasado un cuarto de siglo desde la única experiencia internacional del equipo vigués a comienzos de los setenta) desplegar tanta magia en el campo del equipo que en aquel momento lideraba la Premier League. El Aston Villa, Europa y nosotros no estábamos preparados para algo así.

Dutruel, Michel, Cáceres, Djorovic, Berges, Mazinho, Makelele, Karpin, Mostovoi, Sánchez y Penev. Alineación que se puede recitar como si fuese una oración. Protagonistas de una victoria que desató la euforia en la ciudad, que provocó que centenares de personas esperasen al equipo hasta bien entrada la madrugada en Peinador o que al día siguiente el absentismo laboral se disparase en la ciudad.

El día anterior el Celta hizo un entrenamiento asombroso en el escenario del partido. El césped era una alfombra que parecía cortada al gusto de los jugadores de Víctor Fernández que disfrutaron durante aquella hora y media como niños. Estaban aquellos días de mal humor porque el club les había enviado a un hotel que no les gustaba, demasiado alejado del centro, incómodo para su gusto. Solo un puñado de ellos se atrevieron a salir para dar un paseo durante los tres días que permanecieron en Inglaterra. Pero el gesto se les cambió cuando se vistieron de corto el día antes.Tac, tac, tac. El técnico maño caminaba por el campo con el balón bajo el brazo (como era su costumbre) dando voces a los jugadores entusiasmado por la circulación de la pelota. Nadie disfrutó como Mostovoi. Acabado el entrenamiento el ruso se quedó en el campo ensayando faltas y disparos desde fuera del área con Pinto. Fue una salvajada, un festival. El último balón lo estampó con tanta violencia contra la cruceta que hizo temblar la portería. El golpe seco retumbó en todo el estadio. El ruso se marchó del campo sonriendo y minutos después, ante los periodistas vigueses, dejó una de sus frases en relación a las dos principales dudas que tenía John Gregory para el partido: "¿Pero quiénes son esos Taylor y Thompson?"

Apenas veinticuatro horas después Mostovoi lideraría la carga que el Celta lanzó contra la portería del Aston Villa. Dio la asistencia del primer gol a Juan Sánchez, marcó el segundo en una falta directa que se alojó junto al rincón de la portería defendida por Oakes y centró en el tercer gol que marcaría Penev tras un rechace del meta. Por el medio Collymore había marcado de penalti el tanto de los "villanos", reducidos a cenizas por un equipo que no les dejó oler el balón en todo el partido. Un despligue colosal que dejó casi mudo a John Gregory en la sala de prensa y que hinchó como nunca el pecho de Víctor Fernández. Solo Dutruel, que apenas tuvo trabajo, pasó inadvertido. Los demás ofrecieron su mejor versión para colocar al Celta en la siguiente ronda de la Copa de la UEFA donde le esperarían emociones importantes. En las filas del Aston Villa jugadores como Southgate (hoy seleccionador inglés), Joachim, Barry, Hendrie o Ehiogu no pudieron ni abrir la boca.

La noche fue larga. De hecho, aún dura. Porque el eco de aquel partido se extiende hasta hoy y seguirá su camino mientras dure la memoria de su gente. Hace poco, en una conversación con diferentes personas, un amigo le decía a un aficionado de poco más de veinte años: "La gran ventaja de mi generación sobre la tuya es que vosotros no vivisteis lo del Aston Villa. Y eso, créeme, es imposible de explicar si no estuviste allí".