El Celta vive instalado en la oscuridad más negra e inquietante que se recuerda en mucho tiempo en Vigo. Se ha convertido en un equipo sin juego ni alma; con un colador por defensa; gobernado por un entrenador amigo de decisiones extravagantes que ofrece síntomas de estar completamente desnortado; y una plantilla talentosa que ha dejado de creer en su indiscutible potencial. El Celta de Unzué, plomizo y plano como pocos, era un jolgorio al lado de la indescifrable criatura de Mohamed, cuyo futuro al frente del equipo ha quedado claramente comprometido después del espectáculo de ayer y la sensación de impotencia transmitida desde el banquillo.

Al Alavés, como a tantos otros, le bastó con sentarse pacientemente a esperar. Hubo un tiempo, no tan lejano, que el Celta obligaba a los rivales a dar su mejor versión para ceder los puntos y lo hacía tirando dentelladas salvajes. Ahora ya no es necesario. La ley del mínimo esfuerzo es suficiente. Al entrenador de enfrente le basta con poner un buen portero, ordenarse atrás y aguardar a que los vigueses ofrezcan uno de sus tradicionales regalos en su área. Ayer fue Junior Alonso -que parecía el más entonado de los defensas hasta ese momento- el que abrió la puerta en un balón parado que parecía escaparse por la línea de fondo. Laguardia devolvió la pelota al corazón del área y Pina empujó a la red mientras el resto de los duendecillos de azul seguían la jugada con la mirada, como si el cuento no fuese con ellos. Vergonzante para un equipo profesional. Y entonces, con media hora por delante Mohamed se convirtió en el mejor aliado del Alavés. Involuntariamente, pero lo fue. En una nueva demostración de la dificultad que tiene para girar al equipo en busca de una remontada, tomó una de esas decisiones que descosen por completo al equipo. Añadió un delantero (Emre Mor, que regresó de entre los desaparecidos después de semanas de ostracismo) a cambio de Beltrán. Un tiro en el pie que permitió al Alavés armarse con más tranquilidad, tener la pelota y anular la línea de creación de un Celta que vivió a la espera de que la bombilla se le encendiese a alguno de sus delanteros, tan negados como el resto del equipo. Hasta ese cambio injustificable Beltrán le había dado un cierto poso y control al equipo del que se había beneficiado sobre todo Lobotka. Pero llegó la sustitución, se deshilachó el equipo y lo poco bueno que el Celta había hecho hasta entonces desapareció por completo.

Porque en el primer tiempo el Celta al menos optó por una solución más acorde a su plantilla, que el juego lo construyesen los que más preparados están para eso. Beltrán, Lobotka, Brais...fueron capaces en ocasiones de hacer que el balón llegase limpio a los atacantes para compremeter a los vitorianos. Pero los intentos morían al borde del área rival porque Iago Aspas estaba lejos de su mejor nivel y a Eckert (sustituto del lesionado Maxi Gómez y una de las sorpresas en la alineación) aún le quedan muchas guardias para imponerse a defensas tan bregadas como la del Alavés. Un disparo de Aspas a las manos de Pacheco y un remate desviado de Boufal (uno de los que aportó detalles interesantes en esa primera entrega) fueron las mejores ocasiones de un Celta lastrado por su pésima forma de ocupar el terreno de juego. Sin profundidad, con Aspas y Eckert robándose el espacio en el centro; con Brais demasiado arrinconado en la derecha y Boufal sin apenas ayuda en su sector. Insuficiente para sacar de su plan a un equipo como el de Abelardo, siempre bien resguardado en su área.

La ligera esperanza que dio el primer tiempo derivó en produnda depresión tras el descanso. Una falta lanzada por Aspas que Pacheco desvió de manera brillante fue la opción más clara de los vigueses. Unos minutos después llegó la comedia defensiva de cada fin de semana con la que los vigueses atormentan a sus seguidores. Pina adelantó al Alavés y el Celta entró en barrera. Primero fue el banquillo (con el cambio de Mor por Beltrán que descabezó al equipo) y luego los jugadores que fueron incapaces de encontrar una solución de forma individual. Era la única posibilidad de un Celta diluido por completo como equipo y que atacó como se hacía en el patio del colegio: el que empezaba la jugada trataba de acabarla. Un disparo de Boufal, al que volvió a responder el extraordinario Pacheco, fue la única opción clara que los vigueses tuvieron en los últimos veinte minutos. Poco para un equipo que tiene semejante batería de atacantes. Pero ya no es un problema de nombres o de calidad. Es de tener una idea, un plan claro, el convencimiento en lo que haces. Y el Celta ahora mismo duda de todo. Por eso el Alavés disfrutó de un final de partido plácido ante un rival que se iba difuminando. Pione y Huljsager fueron los últimos en pisar el terreno en busca de la jugada salvadora. Tampoco dijeron gran cosa. El Celta ya era una sombra que vagaba por el campo sin rumbo claro, rogando que acabase aquella tortura. Y en el banquillo la expresión de Mohamed era la de un hombre superado por las circunstancias, instalado en la más deprimente de las confusiones.