"Para mí el Celta puede ser un trampolín o un tobogán". Lo ha dicho Antonio Mohamed como pronóstico de su carrera en Europa, pero a la vez retrata lo que es realmente su equipo a día de hoy. Su Celta es trampolín y tobogán, consecutivamente y a la vez; una montaña rusa, que divierte, asusta y marea. Su criatura en gestación cambia de partido a partido e incluso durante el desarrollo de cada uno. Sigue girando, igual en el entusiasmo que en la desesperación, sin saber qué dirección definitiva tomará. De tanta contradicción salió un empate nada tibio contra el Valladolid. Llegó después de un inicio fulgurante, desperdiciendo ventajas de 2-0 y 3-1, perdonando en alguna contra la sentencia y hacia el final del descuento. Y fue, contra todos esos argumentos, totalmente justo.

Al Celta se le ha atragantado ese primer descanso liguero que Mohamed anhelaba en principio para completar aquellos detalles de la maquinaria que no había podido armar en pretemporada. Cuanto más la modela, más se le estropea la escultura. El equipo invulnerable en defensa ha mutado en otro frágil; el de empaque maduro, en uno de temblor adolescente. Ni controló ni disfrutó al galope, más de vuelta que de ida. Ese deterioro le impide rentabilizar totalmente el extraordinario caudal goleador que sus delanteros le proporcionan. Existen razones para conservar el optimismo: la calidad de la plantilla y la flexibilidad de un técnico dispuesto a buscar soluciones.

El argentino probó ayer nuevas fórmulas. Jamás ha mentido en sus planteamientos flexibles. Su filosofía consiste en adaptar los sistemas a los jugadores que elige en cada momento y no al revés. Ante las bajas de Cabral y Mallo renunció al dibujo de tres centrales, para el que por otra parte no se ha diseñado esta plantilla pero que probablemente vaya a ser el más empleado a corto plazo tras el fiasco. El Celta, con mayor volumen creativo en ataque, no digirió el cambio en defensa y se desangró por los costados. De ahí la doble consecuencia ante el Valladolid: marcarle tres goles y además pronto a un equipo que solo había encajado dos y encajar tres de un equipo que todavía no había marcado.

Solo hubo luces en el arranque del encuentro. El Celta demolió con facilidad ese dispositivo defensivo de Sergio González que supuestamente iba a requerir mucha paciencia y repiqueteo. Las galopadas de Boufal y Juncà por la izquierda abrieron las grietas por las que Maxi Gómez y Iago Aspas se colaron para fabricar sus asociaciones letales. Hubo oportunidades incluso para el tercer tanto en veinte minutos primorosos. Okay le sujetaba las riendas al juego y Lobotka encontraba caminos interiores. Balaídos paladeaba la goleada.

Sucede que a veces a uno se le vuelve en contra lo que consigue si no sabe asimilarlo. Posiblemente el giro de las tornas fue más psicológico que táctico. El Celta, que se había preparado para sufrir, creyó que disfrutaría a su antojo y se distrajo. El Valladolid, ya sin nada que proteger, edificó su reacción sobre esa despoje. La valentía vallisoletana se daba por supuesta. La relajación céltica, no. Los pucelanos empezaron a crecer gracias a las pérdidas celestes en la medular. Y ya ni siquiera el primer descanso de deshidratación le sirvió a Mohamed para que sus jugadores recuperasen la actitud adecuada. Habían permitido que el Valladolid recobrase la fe, más cuando Óscar Plano acortó distancias antes del descanso, y no existe peor adversario que aquel herido que aún sueña con vivir y se acuerda del dulce sabor del gol. Hubo además un penalti cometido por Okay que no se señaló igual que uno posible sobre Maxi.

Así que a esos primeros veinte minutos que ilusionan le siguieron setenta que preocupan, aunque el Celta tuvo muchas posibilidades de clausurar el partido. La mejor, cuando Iago Aspas anotó el 3-1 en el primer ataque que tuvieron los vigueses en la segunda mitad para sacudirse el agobio.

El Valladolid cumplió por encima de lo esperado y conservó su intensidad. El Celta fracasó en lo que le tocaba. Siguió apretado conta su propia área, sin protegerse mediante la posesión ni descubrir los espacios en el juego directo. A Mohamed le costó agitar la pizarra y acudió más a tapar las urgencias individuales que las estructurales. Metió a Júnior Alonso por un Juncá desbordado y al filo de la expulsión; y a Pione por un Boufal sin fuelle. Sisto no mejoró el control del partido y el Valladolid, visto que Júnior cerraba mejor el flanco izquierdo céltico, se volcó por el derecho. La nostalgia de Mallo resultó incluso dolorosa, igual que un problema recurrente: la mala transición defensiva del Celta cuando el rival burla su presión adelantada.

Pareció con todo que el Valladolid iba a malgastar su constante presencia en el último tercio de la cancha. Un disparo al larguero sonaba a último cartucho. Mohamed introdujo al fin a Beltrán. Aspas tuvo el 4-2 igual que antes lo había tenido Brais Méndez. Pero también en este ansia se equivocó el Celta, empeñado en centrar los córners al área en vez de enredar el balón en la esquina; incapaz en general de quebrar el flujo del juego al borde de la línea de meta. A los célticos les faltó la astucia que sufrieron del Girona el pasado lunes; eso de lo que Mohamed se quejó tanto pero que ayer, ya que turbio en otras facetas, se hubiera necesitado.

Sin ataduras ni interrupciones, el balón siguió sus merodeos eléctricos hasta la enésima subida del lateral visitante Nacho y la correspondiente descoordinación céltica, con todos fuera de sitio tanto en el origen del pase como en su destino. Y aun amagó el Valladolid con incrementar la hecatombe en una última acometida abortada por el cronómetro.

El rendimiento en puntos de este Celta de Mohamed, con la dificultad que un universo en formación entraña, es más que decente. La valoración de su propuesta sigue en el aire; no solo porque se ganase al Atlético y se empatase con el Valladolid, sino porque ni siquiera parece el mismo equipo en virtudes, defectos o estilo. Este Celta entretenido e inquietante, de parque infantil, sigue sin saber si juega al tobogán o al trampolín.