"Ganar, ganar y volver a ganar", recita Antonio Mohamed. Acostumbrado a entrenadores de estilo, como Berizzo o Unzué, el Celta ha girado hacia uno que se define por su pragmatismo y no practica otro credo que la victoria. Mohamed se ha empeñado en construir una criatura flexible, que sepa imitar a su adversario y a la vez hurgarle en sus miedos. El Celta voceó ayer su ambición al fútbol español derrotando al vigente campeón de Europa League y Supercopa, candidato al título al nivel de Barcelona y Real Madrid según muchos analistas. Ganó porque en algunas fases fue mejor Atlético que el Atlético mismo y en otras justo su contrario.

Mohamed anhelaba el primer parón liguero. Lo requiere para afinar la maquinaria. Pero ya ha mostrado lo que pretende. En apenas tres partidos su Celta ha presionado alto, se ha replegado con orden y se ha apretado contra el área de Sergio. Ha jugado con defensa de cuatro y cinco; con medular de dos y tres. Ha poseído el balón y se lo ha regalado al contrario. El Celta de Berizzo se definía por la marca al hombre y el ida y vuelta; el de Unzué, por la combinación masticada. Si aquellos intentaban imponer su naturaleza, Mohamed intenta imponer la naturaleza del adversario. El técnico había enviado mensajes en apariencia confusos sobre su propuesta desde su llegada. Su equipo parecía un interrogante por resolver. Pero quizás su personalidad consista precisamente en ser una pregunta sin respuesta o con varias. Mohamed, el técnico que revela su alineación el día antes, es a la vez el que más misterios guarda.

Sus acertijos provienen en parte de la radiografía que le realice al adversario. Al Espanyol de Rubi, que ansía el balón, quiso quitárselo. Al Atlético, igual que al Levante, se lo entregó porque sabe que tenerlo le incomoda. Mohamed renunció esta vez a la presión intensa sobre la salida rival. Priorizó la clausura de los espacios que alimentan a Costa y Griezmann. Pero no se contentó con blindarse. Cuando la ventaja en goles y jugadores lo aconsejó, varió el libreto y agitó el balón como un sonajero para dormir el ritmo.

Este Celta cambiante produjo un partido como fiel retrato: del tono gris y metálico de la primera parte al tornasol festivo de la segunda. El equipo aguantó las acometidas de su rival, defendió apretando los dientes cuando convino y avasalló al Atlético cuando liberó de fronteras la pradera de Balaídos. El relato debe construirse sobre el resbalón de Godín como causa primera, pero es de interpretación más profunda. Los celestes aguardaron felinamente el desliz enemigo como tantas veces los rojiblancos. Maxi tuvo la precisión que le había faltado a Griezmann tras un error de Lobotka en la única ocasión clara de los visitantes. Pero los olívicos fueron más intensos en el choque. Convivieron con las acometidas del Atlético en su área sin aparente sufrimiento, lo nunca visto en Vigo. Y ganaron el pulso aéreo, que es lo más sorprendente y significativo. El Celta creó peligro en cada córner o falta -Mohamed manda centrar todas las que se produzcan más allá del centro del campo-, con un gol de Cabral apuradamente invalidado por el VAR. El Atlético no le generó ninguna inquietud.

Solo en dos encrucijadas del camino se sintió esperanzado el Atlético: en el cuarto de hora final del periodo inicial, tras el descanso de hidratación, cuando se creyó al mando; y tras la anulación del gol de Cabral, mientras el Celta asimilaba el vaivén emocional cediéndole jugadas a balón parado. Muy poco para un conjunto que abrió su temporada oficial derrotando al Real Madrid y que se siente al nivel de los dos grandes.

La superioridad final de los célticos resultaba difícil de pronosticar tras el arranque. Iago Aspas debía bajar a recibir para distraerle las vigilancias a Beltrán y Lobotka. Pione no culminaba con acierto sus interesantes aventuras por los territorios intermedios. Los amagos célticos terminaban en fogueo. Apenas tres disparos en el primer periodo. El Atlético realizó ocho, aunque solo el de Griezmann espantó a las gradas. Los dos contendientes llegaron al intermedio mutuamente neutralizados. En la espalda de Mallo, mal cubierta por Roncaglia, tenía el equipo vigués su única grieta.

Fue culpa de los tacos de Godín que Maxi Gómez le girase la piel al partido y mérito del Celta aprovecharlo. Rara vez el Atlético se tambalea como ayer en Balaídos. Se le supone empaque, personalidad, un rumbo fijo. El segundo gol de Iago Aspas descubrió una insólita mandíbula de cristal. El moañés tardó en activarse, todavía le falta ritmo, pero lanzó desde la cancha el mejor reproche posible a Luis Enrique. A su gran testarazo, que le permite igualar los goles de Gudelj y Mauro en Primera, le siguió una contra que Savic interrumpió con la mano y ya que segunda amarilla, su expulsión.

No se conformó Mohamed con disfrutar contemplativamente de la ventaja. Movió sus fichas con astucia ajedrecista, poblando el centro del campo para marear al Atlético con el balón. Simeone multipló sus delanteros, rompiéndose la cintura y la coraza. El VAR y la paciencia celeste en el control del reloj impidieron ampliar la ventaja. El trabajo estaba hecho. El Atlético no se habrá reconocido en el espejo al llegar al vestuario; su imagen se había mudado al espejo del Celta, que ganó porque le robó el alma.