El Salón Regio, con sus lámparas francesas y su hilo musical de ascensor de bufete de abogados, se dio ayer el primer baño serio de celtismo. Esta reluciente dependencia de la nueva sede de Príncipe había servido hasta ahora para presentaciones, charlas, algún concierto y la famosa rueda de prensa del "no me sometes, alcalde". Le faltaba algo como lo de ayer para entender y empaparse por completo de lo que es y significa el Celta, su nuevo y orgulloso propietario. Ese salón, que habrá sido en su larga historia germen o testigo de numerosas historias de amor, posiblemente no haya conocido entrega más absoluta que la de esos abonados para los que durante el último medio siglo renovar el carnet de socio del Celta ha supuesto una declaración de principios.

Setenta y cinco socios acudieron ayer a recibir la insignia de oro del club que premia su fidelidad, su entrega sincera. Más gente que en anteriores ocasiones porque esta celebración se aplazó la pasada temporada con la intención de trasladarla a la nueva sede de la entidad. Eso acumuló la lista de abonados que tenían pendiente ser recompensados por su lealtad y convirtió el acto en una fiesta más tumultuosa que obligó a exprimir la capacidad de la sala y a sacar las reservas de sillas que guarda en sus escondrijo y que se multiplicaban como setas.

Es la fiesta de los abuelos, serios y concentrados en las primeras filas, atentos a cualquier palabra y a cualquier movimiento. Su gestos transmiten la transcedencia que le otorgan al momento y solo parecen relajarse cuando David Lorenzo pronuncia su nombre y salen en busca del apretón de manos del presidente y del resto de miembros del recortado consejo de administración. Es su fiesta, pero también la de las docenas de nietos que revolotean en el fondo, que aplauden apasionadamente o que saltan al pasillo armados con el móvil en busca de la foto que subirán con rapidez al grupo de wassap de la familia.

Antes de recibir la insignia el presidente Mouriño les recordó que ellos son "lo mejor del Celta y el ejemplo a seguir en su gestión" y que su compromiso con el club ha supuesto un modelo cuando tuvieron que afrontar los momentos más comprometidos del club. El dirigente, que a lo largo de la tarde escucharía numerosas confesiones al oído (consejos, quejas, apoyos, reproches, eso quedará para ellos), se sintió en la necesidad de lanzar un mensaje tranquilizador sobre el futuro inmediato, los proyectos en marcha y su incidencia en el plano deportivo: "Para sacar adelante todos estos proyectos no le sacamos un euro al plano deportivo. Trabajamos con recursos que no afecten a esta parcela". Posiblemente ellos no lo necesitaban. Todos se hicieron socios cuando la generación de Manolo ya estaba en el primer equipo y para ellos ver al Aberdeen en Balaídos a comienzos de los setenta fue una experiencia casi religiosa. Desde entonces llevan el alma cubierto por las cicatrices que han ido dejando las derrotas y los reveses que el deporte les ha ido regalando.

Encierran historias colosales, que constituyen en sí mismas una campaña de abonados. Es injusto destacar alguna de ellas en medio de tanto compromiso, silencioso casi siempre. Por allí estaba César de Santiago, que jugó con Costas y Manolo en el juvenil, y que se rompió el astrágalo cuando acababa de subir al primer equipo y su cabeza se llenaba de ilusiones. Allí acabó la carrera de quien decían que era el bueno de la pareja "Costas-De Santiago". Su dolor lo curó en la grada. O José Angel Alonso, al que le dolió tanto una goleada contra el Deportivo que creía que había sido un 7-0 cuando realmente "solo" habían encajado cinco. O Dorinda Tavares al que su marido hizo socia porque "se aburría los domingos" y empezó a llevarla al fútbol para que su unión fuese aún más intensa. Así nacen los grandes amores, los más sentidos.

Nadie falta a la escena. Allí, recostados contra una pared, están los capitanes (Aspas con su estilo de llevar el traje como si viniese de una despedida de soltero), los miembros del cuerpo técnico con Unzué que sonríe y se fotografía -menos que su futbolista- y que con sus gestos no delata que se va difuminando en la memoria del celtismo. Cerca de él Miñambres camina pensativo, tal vez tratando de acertar el nombre de quien le sustituya en el banquillo. Cuestiones que no importan a los setenta y cinco socios y sus familias que agotan las baterías de los teléfonos sacando fotos que guardarán en una tarjeta SIM, pero sobre todo en su recuerdo. Acaba el acto, desaparece la música de piano y suena el himno del Celta. Todo el mundo parece relajarse e incluso el Salón parece menos Regio que al principio, como cuando uno se afloja el nudo de la corbata. Acaba de empezar a entender en qué consiste eso de ser del Celta.