Solo una clara inclinación hacia el masoquismo justifica algunos comportamientos del Celta. No hay equipo como éste con semejante capacidad para convertir en un drama, en un permanente amago de infarto, lo que unos minutos antes tiene la inocente apariciencia de un paseo por el campo. Lo que apuntaba a goleada gracias a un notable partido del equipo de Unzué -mandón y vertical como pocas veces-, dio paso a una agonía final en la que los aficionados vieron pasar los fantasmas del Getafe o del Girona, equipos que se llevaron de Balaídos un empate a deshora. El Leganés pudo sumarse a esa lista de agraciados con la lotería en la que a veces convierten los vigueses sus partidos por esa histórica incapacidad que tienen para cerrar muchos de ellos. Le sucede al Celta como a los animales que vemos en algunos documentales que disfrutan prolongando la vida de los insectos que les van a servir de comida. Juguetean con ellos, estiran la agonía del bicho en un juego algo macabro y hasta parecen disfrutar haciéndoles creer que hay una posibilidad de sobrevivir. Pero acaban devorados. El Celta practica ese mismo juego de alargar la vida de su rival de manera innecesaria con la salvedad de que muchas veces ese animalillo que parece indefenso acaba por revolverse y escapar a su negro destino. Estuvo a punto de hacerlo el Leganés durante el arreón final en el que aprovechó el desconcierto de un Celta que después de fallar todas las ocasiones del mundo ante un desbordado Cuéllar permitió que el partido se convirtiese en un desmadre sin control, sin medio del campo ni orden. Una invitación en toda regla a un final desagradable que no se produjo porque los madrileños fallaron dos ocasiones grandes como un mundo.

Porque hasta ese momento el Celta había sido infinitamente mejor que el Leganés. Los de Garitano, un equipo solvente y granítico, aparentaron cierta debilidad. Mérito de los de Unzué que les obligó a trabajar y a bascular mucho más de lo que están acostumbrados. La idea del técnico navarro va asentándose poco a poco en el vestuario y al grupo se le ve más convencido de cada uno de sus movimientos. Han ido apartando algunos conceptos algo radicales -el de la salida del balón desde atrás es el más evidente- y han adoptado otras ideas que han afilado más al equipo como la presencia de Iago Aspas como segunda punto junto a Maxi Gómez. El moañés, más feloz que nunca, fue un trueno cada vez que entró en contacto con la pelota. En el primer tiempo se convirtió en un martirio para un Leganés incapaz de igualar su velocidad. Estuvo en todas las ocasiones de un Celta que, bien sostenido por Lobotka y el incansable Wass, encontró en Hugo Mallo y en Jonny las vías para generar peligro a los de Garitano. Los laterales fueron más protagonistas en el área rival, lo que siempre es una buena noticia. En una de las apariciones de Jonny, el vigués fue agarrado de forma infantil por unrival en el área y el innecesario penalti lo convirtió Aspas en el primer gol del Celta. Acostumbrado a ponerse por delante en el marcador (ya lo ha hecho en diez de los trece partidos disputados de Liga hasta el momento) flotaba en el ambiente la duda de cómo gestionaría el Celta esa ventaja. Y lo hizo bien, aparentando haber aprendido de anteriores errores. Con la pelota y sin pasar demasiados apuros. Pero comenzó a apuntar síntomas inquietantes por su extraña reiteración a la hora de fallar en el remate final. Curioso en un equipo que esta temporada ha dado muestras sobradas de su facilidad para encontrar la portería del rival. Antes del descanso no se produjeron situaciones demasiado claras, pero el drama vino en el segundo tiempo cuando cada ataque del Celta parecía el de la sentencia del partido.

Había dado un paso adelante el Leganés y el Celta, seguro atrás y con su sala de máquinas trabajando a destajo, encontraba autopistas de cuatro carriles para acercarse a la portería de Cuéllar. Eran oleadas las que protagonizaba el Celta, con casi todos sus futbolistas llegando a posiciones claras de remate. Pero en ese momento crucial los de Unzué cerraban los ojos. Equivocaban el último pase, elegían un mal remate o, en ocasiones, se estrellaban contra el portero del equipo madrileño. Balaídos, que tiene olfato para esas cosas, comenzó a temerse lo peor pese a que el campo parecía una pronunciada cuesta abajo en dirección a la portería del Leganés. En el último cuarto de hora Unzué relevó a sus hombres de ataque (Sisto y Maxi dejaron su sitio a Guidetti y a Emre Mor) en busca de piernas frescas y sobre todo de lucidez en el área del Leganés. Y sucedió todo lo contrario. Aunque el turco volvió a apuntar detalles de pura fantasía, el equipo seguía fallando lo imposible. Había incluso un punto de irresponsabilidad en esas acciones, un gusto por recrearse en exceso en algunas jugadas que reclamaban una solución mucho más drástica. El colmo fue la jugada en la que Guidetti tenía un remate a puerta vacía tras una dejada de Wass y optó por recortar de forma innecesaria para acabar estrellando el balón contra Cuéllar. En ese momento el Celta era el animal que juega con el insecto que se piensa comer pero que prefiere dejarlo para más tarde.

Y aquello fomentó que el partido enloqueciese, que desapareciese el medio del campo, que el Celta se partiese por completo y que el Leganés se acercase con frecuencia a Rubén, al que hasta ese momento solo había probado en disparos lejanos. El histerismo habitual de esta clase de situaciones hizo el resto. Al Celta se le empezaron a pasar por la cabeza las ocasiones que, este mismo año, se le han ido partidos que tenía en la mano. Y dudó. Lo que no había hecho en todo el partido. En una de esas acciones Guerrero falló en el segundo palo un remate a puerta vacía para lograr el empate y en el descuento aún llegó otro balón que se paseó por el área pequeña suplicando por un rematador. Pitó el árbitro y sonó la música en ese templo del masoquismo en el que el Celta convierte a veces Balaídos.