Para el Celta enfrentarse al Atlético de Madrid es una experiencia similar a la de comerse un manojo de ortigas o secarse la cara con papel de lija. Doloroso, desagradable, frustrante. Ayer esta tormentosa relación alcanzó la categoría de fenómeno paranormal por lo inexplicable de los acontecimientos. La versión más ramplona y vulgar del conjunto de Simeone, impropia de un club y una plantilla con semejante caché, se llevó la victoria de Balaídos tras superar al mejor Celta que se ha visto en lo que va de temporada. Le bastó una jugada aislada a la media hora, una de esas acciones a balón parado que los de Unzué defienden como infantiles (haciendo honor a su trayectoria) y gracias a la que el Atlético escribió una de esas injusticias que pueblan la historia del fútbol y especialmente la del Celta. Porque el resto del partido fue un ejercicio tan generoso como infrustuoso de los vigueses, volcados sobre el área rival en busca de un resquicio en el muro infinito que Simeone levantó en Balaídos y tras el que se sitúa, por si no hubiera pocas dificultades para abordarlo, quien posiblemente es el mejor portero del mundo en estos momentos: Jan Oblak. Contra ese dique rojiblanco, más propio de la liga italiana de los años setenta que de la que presume ser la mejor Liga del mundo, estuvo el Celta dándose cabezazos durante hora y media sin más provecho que alimentar la esperanza de su gente hasta el último minuto.

No fue el mejor día para el fútbol. Por el triunfo de una propuesta tan miserable como la de Simeone y por la ausencia de los cerca de 8.000 abonados que ayer no pudieron ocupar su espacio en la grada de Río, cerrada por las deficiencias encontradas en el montaje de la nueva cubierta. El Celta no pudo dedicarles el homenaje que merecían los que se quedaron en su casa con el carnet en el bolsillo, atrapados en la cárcel que para ellos era sentarse delante de la televisión para ver al equipo de su vida. Los de Unzué hicieron lo imposible, pero se estamparon una y otra vez contra el plan de Simeone que consistía básicamente en cerrar todos los pasillos interiores que llevaban a Oblak, obligar a los vigueses a entrar por los costados y limitarse a esperar pacientemente la llegada de una ocasión con la que decantar el partido. Y así sucedió.

Habrá quien disfrace el partido de lección táctica de Simeone, pero en su victoria hubo mucho de afortunado. Porque desde el arranque el Celta se volcó sobre el área de Oblak. Con Maxi anulado en la pelea con los centrales colchoneros, los de Unzué lo intentaron de la mano de Pione -muy alborotador, pero poco desequilibrante pese a que Juanfran entraba en pánico cada vez que le encaraba- y sobre todo por la banda de Iago Aspas. El moañés buscó continuamente diagonales y asociaciones para acabar las jugadas por dentro. Pero en todas ellas le faltó puntería y le sobró Oblak. El meta estuvo siempre en su sitio, sobrio en las paradas "normales" y brillante en otras como en aquel cabezazo que sacó a Sergi Gómez en el primer tiempo cuando el balón buscaba el segundo palo. Un ogro a ojos de los vigueses.

El Celta, más intenso en el medio con el trío que formaban Lobotka, Pablo Hernández y Wass, le ganó todas las peleas al Atlético. Cuestión de actitud, de orden y de mentalidad. Solo le faltó a los vigueses algo más de velocidad en los últimos metros. Empleó esa intensidad en la recuperación -feroz casi siempre- pero la aparcó en ataque. Como si priorizaran la seguridad por encima de todas las cosas, conscientes de que el rival esperaba precisamente un error para lanzarse a la contra. Tal vez por eso el Celta amasó en exceso las jugadas y facilitó por momentos el trabajo de la defensa colchonera, cada vez más encerrada en su área, como si disfrutase de que el partido se jugase solo en 25 metros.

El plan de Simeone tocó el cielo en una de sus primeras aproximaciones al área de Sergio. Un saque de esquina, tradicional sepultura del Celta, arruinó sus esperanzas una vez más. El centro no parecía gran cosa, pero una serie de rebotes afortunados permitió que el balón cayese a los pies de Gameiro que, en boca de gol y con Jonny despistado a su lado, fusiló a Sergio.

De ahí al final el partido perteneció a otro tiempo, aquel de los "cerrojazos" infames, de los parones continuos, las pérdidas de tiempo y las faltas "tácticas" (uno de esos términos que tanto daño le han hecho al juego). Simeone fue sacando más y más centrales al campo mientras Unzué tomaba la dirección contraria. Tras media hora de asedio sobre la portería de Oblak el técnico navarro lanzó al campo a Emre Mor y a Guidetti a cambio de Wass y Cabral. En un banquillo faltaban delanteros y en el otro solo buscaban defensas. Aún así el Atlético no encontró la manera de frenar las acometidas del Celta, desatado tras la entrada del delantero turco que martirizó a sus marcadores. Pero los vigueses fueron incapaces de producir nada positivo de tantos envíos desde el costado. La faceta defensiva en la que más cómodos se sienten los atléticos. Y cuando fueron capaces de superar ese entramado se encontraron con Oblak -inmenso-, el palo -en aquella falta lanzada por Aspas- o la ceguera arbitral que dejó sin señalar un claro penalti en una mano de Gabi. Y así se murió el Celta, encerrando 400 millones de presupuesto en su área, incapaz de encontrar la llave necesaria para abrir el candado con el que Simeone había encerrado a su equipo. Un triste día para el fútbol. Por lo sucedido dentro del campo y por esa grada que lloraba su silencio.