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La orquesta de Mostovoi

El Villa Park asistió en noviembre de 1998 a la primera de las grandes victorias del Celta en Inglaterra - El ruso lideró un recital que hizo enmudecer el estadio inglés

Juan Sánchez trata de controlar un balón durante el partido en Birmingham. // R.Grobas

El día anterior al partido, a la conclusión del entrenamiento, Mostovoi se había quedado solo en el Villa Park. La hierba estaba perfecta, la humedad de esa hora de la tarde hacía que la pelota circulase a toda velocidad, y el ruso daba la impresión de no querer irse al hotel. Si por él fuese, hubiese empezado a jugar en ese mismo momento contra el Aston Villa. Cogió un balón y para despedirse esa noche del Villa Park soltó un par de disparos descomunales contra una de las porterías. Uno de ellos sonó de forma estruendosa contra la escuadra, lo que provocó que todo el mundo que se encontraba en el césped a esa hora volviese la vista hacia él con rapidez. Y sonrió, algo poco habitual, y así se marchó del campo. Se le veía feliz en aquel escenario, el tipo de estadios de los que llevaba demasiado tiempo alejado. Incomprensible en alguien con su talento, lógico viendo su irregular trayectoria deportiva. Estaba crecido, arrogante incluso. El 0-1 de Balaídos no parecía afectarle lo más mínimo en el ánimo. Mostovoi ejemplificaba mejor que nadie la confianza que tenía el equipo de darle la vuelta a la eliminatoria. No les importaba las escasas esperanzas que había en los que rodeaban a la plantilla. La derrota de la ida, un ejercicio de contundencia y experiencia de quienes en esos momentos eran líderes de la Premier League, había bajado los humos de una parte del celtismo y había alimentado las frases del tipo "Europa es otra historia". Pero el hambre del vestuario y de Mostovoi en particular se había desatado ante la oportunidad que les ofrecía la mística del Villa Park. Tan crecido estaba el ruso que en la víspera, preguntado por el hecho de que John Gregory recuperase para el duelo a los lesionados Taylor y Thompson, respondió tajante: "¿Y esos, quiénes son?"

A su manera, Mostovoi estaba avisando de lo que sucedería al día siguiente, de la sinfonía de fútbol que estaba a punto de liderar para poner al Celta en el mapa del fútbol europeo después de muchos años de espera y de una insípida eliminatoria, la primera de aquella temporada, contra el inofensivo Arges Pitesti. El Villa Park no se llenó aquella noche, pero rugió como acostumbra, con esa acústica de los viejos recintos y esa iluminación algo escasa que invitaba a pensar que los gritos venían del fondo de una gruta. El viejo estadio de Birmingham, una de las grandes obras del escocés Archibald Leitch -el principal diseñador de estadios que ha habido en las islas británicas y responsable de los más hermosos-, fue enmudeciendo desde la primera posesión del Celta. La agarraron los de Víctor Fernández y la escondieron un buen rato sin que los jugadores de John Gregory fuesen capaces de entender lo que estaba sucediendo. Dutruel, Michel, Djorovic, Cáceres, Berges, Mazinho, Makelele, Karpin, Mostovoi, Sánchez y Penev. Busquen un torpe en ese once. El área defendida por aquel Oakes sufría oleadas continuas, no existían los muros de contención ante aquellas embestidas. Todas bajo el mando de Mazinho y, sobre todo, de Mostovoi que ponía en juego a todos sus compañeros. Incluso Míchel y Berges, laterales, pisaban el área rival. El ruso parecía que seguía sonriendo en el entrenamiento del día anterior.

Cerca de la media hora Mostovoi filtró un pase a Sánchez que el "Romario de Aldaya" convirtió con uno de esos tiros cruzados de los que parecía tener el copyright. Un disparo que nunca era potente, pero que siempre agarraba a contrapié a los porteros y que iba exactamente al punto donde más daño podía hacer. Una ciencia que el pequeño delantero manejaba con la precisión de un cirujano.

El Aston Villa reaccionó con uno de esos penaltis que pitan en Europa a los equipos con pedigrí. Marcó Collymore, a quien la grada no paraba de cantar su canción. El gol fue como una vuelta a la tranquilidad para los aficionados de Birmingham que no tardaron en volver a removerse en los asientos. Mostovoi solo les concedió tres minutos de paz. Una falta próxima a la frontal, en la portería donde Mostovoi se había quedado el día anterior pensando en sus cosas. Demasiado cerca del área para buscar el remate por encima de la barrera, el ruso precisó el disparo junto a la base del palo izquierdo. El que debe defender el portero. Mostovoi jugó también con el corte de la hierba, con la humedad. Colocó el balón con fuerza, le hizo deslizar camino de la red. Lo celebró solo. Salió corriendo en dirección a los aficionados del Celta -unos pocos centenares que se cargaron de ilusión para presentarse en Birmingham- con ese gesto que uno no sabía si estaba feliz o si venía a pegarle un mordisco. El resto de compañeros le dejaron a su aire. Fue Míchel Salgado el primero en saltarle encima y comerlo a besos.

El Aston Villa entendió que estaba jugando contra un ser superior rodeado de gente extraordinaria que tenía prohibido perder la pelota. Llegó en el comienzo del segundo tiempo el tercer gol, obra de Penev, que estuvo oportuno tras un rechace del meta local. De ahí al final, un pasatiempo. El estadio se resignó, cantaron en silencio y a falta de diez minutos en las tribunas algunos aficionados comenzaron a levantarse en dirección a sus hogares. Las radios transmitían con incredulidad lo sucedido mientras la gente llegada desde Vigo enloquecía en la tribuna baja donde les habían situado.

Aquella noche el Celta se presentó en sociedad en Europa. La ciudad salió a la calle enloquecida. Fue el único equipo que celebró el pase a los octavos de final de la Copa de la UEFA. De madrugada centenares de aficionados recibieron al equipo en Peinador, algo que no se vivía desde el regreso de la semifinal de Copa del Rey de 1994. Mostovoi ya no sonreía tanto como tras el pitido final en Birmingham. Tenía sueño. A su lado, Dan Eggen observaba extrañado la locura que se había encontrado tras bajar del avión.

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