No imaginaba yo que hasta la cúpula más alta y famosa del mundo fuera objetivo de esa morralla que disfruta pintarrajeando y llenando de porquería las paredes ajenas, como se hecho hasta en el Vaticano. Si los teleobjetivos que a todas horas apuntan desde la plaza a la cima de San Pedro tuvieran la suficiente capacidad para aumentar la imagen, se comprobarían los estragos que allá arriba perpetran esa caterva de neandertalenses a los que les trae sin cuidado la simbología religiosa de la basílica, su sensacional arquitectura o las insuperables obras artísticas que alberga.

Todo eso sucede, además, en un recinto en el que a cada metro se advierte de la existencia de cámaras de videovigilancia, lo que permite deducir que quienes supervisan o están a por uvas o son cómplices de estas guarradas tipificadas como delitos contra el patrimonio en cualquier lugar sensato del planeta. No sería mala idea, por eso, que a partir de ahora se dispusieran controles de gilipollez en la entrada del templo, porque ya se ve que los métodos tradicionales no están impidiendo profanar el espacio más sagrado del cristianismo.

Jesús Domingo Martínez

A Coruña