No somos Cataluña y es una realidad. Nunca nos ha hecho gran falta. Cuando llegan las primeras lluvias, se van los turistas. Cuando ya no hay quien pare en la playa, salen las caravanas. Y entonces ya somos independientes. Es un hecho. No hay demasiado interés en llegar a tiempo a este lugar de la península. Al tren con Bilbao, Barcelona o Valencia ni se le espera. Son otras culturas. Te sale más barato comprar el avión que volar a Madrid asiduamente. Y es que somos otro mundo, otra idiosincrasia. Tampoco representamos gran amenaza para el resto. Tenemos diplomáticos en parajes remotos de Murcia, Almería, Curaçao y Burkina Fasso. Podemos charlar en Liverpool, Múnich, Basel, París o Ámsterdam en inglés, alemán o francés sin que nos corrijan. Pero todo esto cambia al llegar a las ciudades de la Meseta. No somos de lugares donde domina una lengua única. No somos de secano. Incluso tenemos refugiados. Refugiados gastronómicos en busca de percebes, centollas y cocido de Lalín. Pronto tendremos refugiados climáticos huyendo del calor. Refugiados disfrutando de la niebla de agosto. Hay que negociarlo. No está claro si somos una nación, una ración o una república marisquera. El tema es que ante la globalización preferimos aislarnos de la vorágine. ¿A quién no le agobia un xacobeo?

Solemos conocer antes Ginebra, París, Londres o Fráncfort que Segovia. Las rutas domésticas vienen con el Imserso. Ya digo, relaciones internacionales no nos faltan.

Seguirán riéndose de nuestro acento pensando que el suyo es mejor. Seguirán sin saber qué hacemos en una escalera o cómo se pronuncia Mondariz o Vilagarcía de Arousa. Seguirán sin aprender galego, con lo que enriquecen las lenguas. Parecería que somos un país lejano y mítico. A un paso de los aeropuertos internacionales de Portugal.