"Aunque mis ojos ya no /puedan ver ese puro destello/ que en mi juventud deslumbraba. / Aunque nada pueda hacer/ volver la hora del esplendor en la hierba, / de la gloria en las flores, /no debemos afligirnos/ porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo" (William Wordsworth, s. XIX, estrofas de su "Oda a la inmortalidad").

Transcurría el año 1969, epílogo de aquella década que tanto habría de incidir en mi ya plena juventud. Había abandonado a aquella Compostela de monótono gris marengo y de mantilla negra. Aquellos cielos plomizos, que ni los ahuyentaba el botafumeiro; de piedra sus calles, por las que deambulaban, mayoritariamente, sotanas y hábitos monjiles; de lluvias calando impíamente cuerpos y almas. Despertábamos de la violenta verbena habida meses antes. Acallado el "Venceremos nós" por los estribillos punitivos de expedientes académico y gubernativo. Rompí aquella opresiva telaraña al cruzar los Pirineos. Aquel París receloso me decepcionó. Nadie quería escuchar las eternas estrofas olvidadas del Mayo-68, anegadas por las aguas del Sena. Pero Londres para mí fue una revelación. Respiré con frenesí aires de libertad. Experimenté con la juventud de la primera generación de baby boomers, la libertad individual, los movimientos contraculturales, retando herencias pretéritas. Se hacía causa en defensa de los derechos civiles, de los homosexuales, los discapacitados, el ecologismo, el antimilitarismo, y, fundamentalmente, el derecho a la intimidad, amparando la libertad sexual. "Vivimos en un mundo donde nos escondemos para hacer el amor mientras la violencia se practica a plena luz del día" (John Lennon). Se mataba en Vietnam y en Palestina, sin darle una oportunidad a la paz, como pedía John Lennon en "Give peace a chance".

Guardo en mi mente imágenes de aquel mundo policromado y multirracial londinense. La asistencia a aquel mítico concierto de los Rollings Stones en Hyde Park, celebrado un 5 de julio del 69. Medio millón de almas dopadas por los sones de sus satánicas majestades, que cerraron su concierto con su "Simpathy for the devil", acompañados de músicos africanos. Las melodías "Honky tonk woman" y "Satisfaction" pernoctaron por mucho tiempo en mis oídos. Sonaban a palabras de sabiduría que escuchaba y dejaba estar, como la tonada "Let it be" de los Beatles. No existían las cargas policiales, a diferencia de España. Mi primer temor desapareció cuando me uní a aquella multitudinaria manifestación pro Palestina, al grito de "¡Long life, Al Fatah!". Palestina anida en mi mente, cual posos de mi infancia hondureña. Podría enumerar los muchos recuerdos de aquella estancia inglesa. Pero quiero terminar, porque conciencia obliga, a reconocer el trato gentil, aún heredado de la época victoriana, que recibí de los británicos en los múltiples trabajos que desempeñé, para poder sobrevivir. Nunca me miraron por encima del hombro. Celebro desde mi senectud este cincuentenario de mi lejana juventud, si corta, como aquella inolvidable canción de Booker T & The Mg's, "Time is tight". Luego, busco en mis estantes los textos de Herbert Marcuse, "El hombre unidimensional" y "Eros y civilización", que alimentaron a aquella década inolvidable.