El "esperanto" fue un intento de planificar un idioma convencional con el objetivo de posibilitar con carácter universal el entendimiento de la mayoría de habitantes. Lamentablemente fracasó. Precedentes de esta pretensión podrían ser el latín y el castellano o español; aquel se mantuvo desde la época del Imperio Romano hasta finales de la Edad Media; no obstante, el Vaticano lo preserva oficialmente, el Derecho y la Ciencia lo utilizan con locuciones y nomenclaturas, respectivamente.

Nuestro multisecular y divulgado idioma, con casi 600 millones de hispanohablantes, es también oficial en una veintena de países, otros lo adoptan como segunda asignatura obligatoria u optativa. En España, con este portentoso y envidiable patrimonio cultural, único en el mundo occidental, no se protege debidamente.

Es intolerable el trato que sufre la lengua oficial del Estado en cinco comunidades bilingües (¿la próxima será Navarra?) con más de dieciocho millones de habitantes. No solo priorizan su idioma y descuidan u omiten el apoyo obligatorio para cumplir el mandato del Artículo 3 de la Constitución, en su apartado referido al deber que tenemos todos los españoles de conocer el castellano, sino que en Cataluña, por ejemplo, se sanciona a quien rotula su comercio en castellano, se adoctrina políticamente a los escolares o se castiga a los que en clase se expresan en este idioma, según consta en innumerables quejas y denuncias.

A este imparable delirio lingüístico intentan adherirse regiones, provincias, poblaciones o comarcas como la del Valle de Arán (Lérida) que, en su día, logró el reconocimiento del "aranés. Una muestra de sus reivindicaciones idiomáticas son las imprudentes correcciones cometidas en las señalizaciones viarias relativas a la toponimia del lugar; acciones en las que libertinamente contribuye el vandalismo.

Para colmo, estamos asistiendo al descalabro de la gramática por el nada académico y ridículo uso del neutro, concordancias, género, etc... De este desastre tampoco se libra la ortografía.