La semana pasada he estado apilando leña para la chimenea que tengo en el piso para el próximo invierno en un pajar de la aldea. Nada hay más acogedor en pleno invierno que contemplar las llamas de la lumbre, a veces incluso más que la TV que a su lado despotrica. Una madera que por cierto ya la vendiera hace dos años, pero el maderero dejó casi la mitad sin talar. Y así resultó que en dos fincas vendidas he hecho acopio de leña como nunca lo había hecho. Lo de los madereros es cosa aparte, pues cuando la vendí, había quien llegó a ofrecerme la mitad o menos de lo que alguno tasaba. Así que decidí contratar unos obreros y apilarla. Su trabajo me había costado plantar hace unos veinte años yo solito, ya en cada finca, al acabar, siempre rezaba un padrenuestro para que Dios me diera tiempo para venderla. Pero ahora quería plantar otra vez y las quería limpias; algunas ya las he plantado, pero el padrenuestro de ahora se lo pedí para que los futuros vendedores no fueran timados. Así resultó que en unas fincas vendí otra vez lo vendido que dejaron y en otra, que era grande, acordé talarla y guardarla para el invierno.

Pero resulta que en dicho pajar ya hace tres años que lo he retejado por obrero cualificado, y por dos veces la misma gotera me humedeció alguna leña. Estos días lluviosos ha aparecido otra vez la dichosa gotera -que en el centro mismo está- como si se tratase de algo viral, como dicen ahora. Un obrero que apilaba se me ofreció voluntario para repararla, pero como si nada.

Anteayer he sido yo personalmente quien me he subido y ver lo que había. Un arrimo o apoyo resquebrajado, casi imperceptible a simple vista que hacía comba y permitía aquel goteo insensato y caprichoso. No hay como el ojo del dueño para su ganado Lo reparé a conciencia, pero, estando en ello, se me cayó una teja, que con ruido y estropicio se rompió en varios pedazos, No podía ser menos. Ya se sabe. Lo normal. Y entonces, viéndola en perspectiva, desde arriba en donde estaba, me acordé de aquel profesor de bachillerato, quien decía que incluso José de Portor, -"retellador de sona", le decía al joven ayudante, quien esperaba la regañina por dejar caer una teja, que sabía sin saberlo, filosofía griega de los antiguos sobre el ser y el no ser, pues a modo de bronca le soltaba que la materia era la misma, solo había cambiado la forma.

Mi amigo y vecino, el más viejo de la parroquia, al escucharlo y sin dejar de saborear su taza de vino, me dice que la bondad del guiso solo se aprecia al comerlo. Y dice bien.