Coincidiendo con la época de plantar diversas hortalizas en la huerta de la aldea, solía aprovechar para llenar el depósito del coche en la gasolinera que me quedaba muy cercana. Y al lado mismo de la circunvalación había una churrasquería que aprovechaba para tomarme una cerveza bien fría. Así fue como nació mi amistad con tres jubilados, un vecino, los otros de la parroquia vecina, con los que solía departir unos momentos comentando las incidencias del tiempo y de las cosechas.

Se quejaba uno, poniéndome como juez defensor, de que los domingos, a la salida de misa -cada quince días había misa en su parroquia, alternando el otro domingo en la mía a la que yo solía acudir domingo sí y domingo también, tanto a mi iglesia como a la vecina-, cuando bajaban de la iglesia delante de su casa solían aquellos tres amigos dar unos sonoros bocinazos delante de su casa que a pocos metros distaba de la iglesia parroquial. Y que distinguía perfectamente, la bocina del coche de cada uno de sus coches. Que no se molestasen más, pues él, a aquellas horas -diez y media pasadas de la mañana- ya llevaba largo tiempo despierto.

El tiempo fue pasando y llegó el momento de que fuesen luego cuatro los coches que al pasar por delante de su casa, cada domingo de misa, hicieran sonar sus cláxones. Que tenía que saber quién era el dueño de ese nuevo vehículo. Supo más tarde que era el mío. Pero hete aquí que luego, en algunos domingos, llegaron a ser seis o nueve, dependiendo, que no solo al bajar y acabar daban señales acústicas desaforadamente, sino mismo cuando a ella acudían. La disculpa siempre era la curva cerrada y sin visibilidad. Aquello pasaba ya de castaño oscuro. A pitorreo ya lo tomaba, incluso un día, el reverendo al pasar, viéndolo, lo saludó con el claxon, como muchos suelen hacer por estos caminos de Barcala.

Así que no tuvo más remedio que acudir a misa y con ello todos olvidaron de, en llegando a su casa y domicilio, tocar la bocina.

De esto ya pasaron algunos años. Pero hace quince días tuve que asistir a su entierro, y, entonces al bajar y coger la curva, delante mismo de su casa, sin darme cuenta, involuntariamente me vino a la memoria la imagen de su cara y su cuerpo y toqué el claxon. Los otros amigos y vecinos que detrás de mí, quizás también, acordándose de él, me imitaron y dieron en dar bocinazos.

Era un recuerdo y demostración de simpatía y cariño para un buen amigo y vecino que sus deudos de Barcala le volvíamos a declarar.