A todo el mundo conmovió el caso de María José Carrasco y Ángel Hernández, un matrimonio que tras padecer durante décadas una cruel enfermedad su destino pareció llevarles al final a un inevitable suicidio inducido de ella. Muy pocos serán, desde luego, los que entre nosotros se hayan sentido insensibles a tan dura historia. Y la preocupación por evitar que se produzcan más casos así, supongo que nos alcanza a la gran mayoría. Confiamos por ello en que la ciencia avance lo suficiente para ayudar a quien sufre en su proceso de muerte. Pero que esto sea así, que nuestra empatía más sincera aflore ante el dolor, no quiere decir que debamos trasladar este caso o cualquier otro al debate de la eutanasia. Y es que la eutanasia es un asunto muy distinto, ajeno por completo a lo que se conoce como "derecho a una muerte digna" y al "testamento vital", y también a los cuidados paliativos. La eutanasia es un concepto extremadamente peligroso que no debemos dejar jamás en manos de los políticos, pues quedando nuestra muerte en el terreno de la política muy pronto quedaríamos desposeídos todos de la más básica dignidad en nuestra condición de seres humanos, que implica ser dueños de nuestro propio destino.

La eutanasia que se promueve y que ahora quieren legalizar, y a favor de la cual muchos políticos no dudan en retorcer ante la opinión pública cualquier caso particular como el aludido, es aquella en la que el ciudadano -o sea, todos y cada uno de nosotros- pasa a ceder al Estado, a través de la Ley, la decisión sobre el final de su vida. Hoy quizá se pondría en marcha con condiciones muy restrictivas, pero al fin y al cabo, pasaría a estar ya en manos del legislador. Si hoy cualquier ciudadano español es aún dueño de su muerte, y puede esperar confiadamente a que esta le llegue de forma natural, una vez que el ciudadano le haya permitido al Estado decidir sobre su vida, los criterios para eliminarle pasarán a ser siempre criterios de conveniencia, y por supuesto movibles. Y siempre expuestos a intereses ideológicos o de mera utilidad pública. En el primer momento de aplicación de la ley es casi seguro que solo se ejecutaría a aquellos que al legislador le puedan parecer casos extremos, o que lo hayan pedido, como en el caso de María José Carrasco, pero un vez que la rueda legal cogiera velocidad y se descubriera su utilidad, pronto llegaría el día en que se empezaría a ejecutar también a aquellos que sean menos productivos, y a continuación a los más costosos de mantener, y luego a los más díscolos o revoltosos, y también a todos los desesperanzados, y puede que también a todos aquellos que los políticos crean que simplemente se lo merecen. Esto empezará a ser así desde el mismo momento en que le hayamos cedido al poder político disponer sobre nuestra muerte. Que nuestra muerte pase de ser algo que solo a nosotros nos concierne, a que los gobiernos de turno se inmiscuyan en ella, es un punto sin retorno ante el cual nada podríamos luego hacer, siendo nosotros mismos quienes se lo concedimos. Así sucedió en Holanda y en Bélgica, países pioneros en facilitar la salida de este mundo a cualquier conciudadano que parezca fatigado, donde cada vez están más próximos a las prácticas eugenésicas del peor nazismo. Empezaron, como en el caso del aborto, justificándose en casos extremos, pero lo cierto es que no han tardado ni una década en administrar una auténtica barra libre de muerte. Hoy en los Países Bajos cualquier ciudadano ya sabe que sus posibilidades de morir de muerte natural son exactamente las mismas que llegar a la muerte en perfecto estado de salud. Porque a la mínima que a uno se le tuerce la salud, o la economía o el ánimo, le eliminan. Y así sucederá también en España. Por eso, digamos sí a los cuidados paliativos y a que nos ayuden a morir cuando la parca nos alcanza, y digamos un no rotundo a la eutanasia. Una sociedad que progresa no es aquella en la que María José Carrasco o su marido tienen que recurrir a los servicios de salud del Estado para que la suiciden, ni tampoco aquella que le alarga la vida obstinadamente.