Frente al pensamiento de que la fe es una carga moral para las personas y por tanto algo que hay que desechar, el Papa Francisco en su Exhortación Apostólica sobre la llamada universal a la santidad, "Gaudete et exsultate", nos propone la alegría de la fe. Santidad es sinónimo de felicidad. La Providencia nos ha dado un Papa que comunica y nos insta a comunicar la alegría del evangelio, frente al catastrofismo y el puritanismo carente de cualquier dosis de perdón, misericordia y reconciliación.

La alegría de la fe, que se contrapone a "la negatividad y la tristeza, a la acedia cómoda y consumista y egoísta", solo se consigue desde la libertad interior, desde el amor, el perdón, la tolerancia, el respeto a la dignidad de la persona, el servicio a la verdad, la promoción del pobre y del desvalido, la fraternidad, la solidaridad, es decir, viviendo las bienaventuranzas, que son la tarjeta de identidad del cristiano.

Los que nos sentimos amigos y discípulos de Jesús, no exentos de debilidades y pecados, centramos nuestra espiritualidad en imitarle, en seguirle. Ser cristiano es encontrarse con Jesús, que nos otorga la gracia de ser sus discípulos misioneros.

La primera nota de la santidad es estar en comunión con Dios. La firmeza y la humildad que se demuestra si se posee la capacidad de soportar las contrariedades y la capacidad para soportar las humillaciones es una característica del santo. Para alcanzar estas virtudes, a veces debemos quebrantarnos, dejar que Él modele nuestra vida, para así transformarnos en un vaso nuevo. No hay santidad sin cruz, sin pasar por el fuego abrasador de la purificación, que transforma nuestro ser y madura nuestra fe. Solo cuando nos percatamos de nuestra fragilidad recuperamos la humildad y perdemos el orgullo.

La santidad no implica tener un espíritu opacado o un perfil bajo, sin energía; la fe nos debe hacer vibrar y salir a las periferias, sin aferrarnos a "la repetición de esquemas ya prefijados".

La espiritualidad cristiana supone combate -la vida cristiana es un combate constante-, vigilancia y discernimiento -descubrir la voluntad de Dios y conocer sus tiempos-. En el centro de todo ello está la oración, que supone penetrar en la intimidad de la Trinidad: entrar en comunión con Jesús, que nos comunica con el Padre, a través del Espíritu Santo. El santo es una persona orante, que necesita comunicarse con Dios. En la santidad está en juego, no solo el deseo de tener la conciencia tranquila, sino el encontrar el sentido de nuestra vida, el verdadero "para qué" de nuestra existencia, nuestra felicidad.