El segundo domingo de noviembre celebrábamos el centenario del final de la Primera Guerra Mundial. Bajo el Arco del Triunfo, en París, y ante 70 jefes de Estado, entre los que se encontraba el Rey de España, el presidente francés Emmanuel Macron puso el acento en el peligro que suponen los nacionalismos y al tiempo que alertaba acerca de algunos de los demonios del pasado que están resurgiendo.

Existen paralelismos entre la situación actual y la de hace un siglo. Sin derivar de aquí lecturas simplistas y demagógicas de la realidad, que terminan siempre por echarle al otro la culpa de lo que sucedió y de lo que sucede, los actos de recuerdo deben suponer una interpelación directa a nuestras conciencias. No debemos dar ninguna conquista por definitiva. Se requiere, en palabras que también el Papa Francisco pronunció ese día desde El Vaticano, una apuesta decidida por la paz y no por la guerra. Aquella matanza inútil, como la definió Benedicto XVI, y la que sufriríamos poco después con la Segunda Guerra Mundial, son severas advertencias para que rechacemos la cultura de la guerra y para que sigamos buscando, por todo medio legítimo, acabar con los conflictos que todavía hoy ensangrientan muchas partes del mundo.