Ayer, mi amigo, el más viejo de la parroquia, aparte de llegar tarde venía medio atravesado. Solo dos tazas tardó en ponerse a bien o a tono, -como quieran, aquí se dice de ambas maneras- con las circunstancias y el medio.

Malhumorado no era la palabra exacta, ni tampoco creo que un buen psicólogo lo diagnosticara así. Cabreado quizás se acerque más a la realidad. El contacto con el mostrador de chapa de fimapan lo fue devolviendo poco a poco a las doce y media de la mañana. Nadie le preguntó de dónde venía o dónde había estado, pero seguro que de rezar el Ángelus, no señor. Tampoco el tabernero le preguntó por aquella rápida sed o arranque y remate de taza, tampoco.

Luego, serenado, cuando las tres únicas moscas que revoloteaban explotaron escandalosamente en la caja eléctrica, se avino a contarnos la decepción que había tenido con el joven dependiente de la librería, al cogerlo en un renuncio; un sobrino había salido en un diario presentando un libro y había hablado con dicho dependiente de que le hiciera una copia en color que otro día recogería. Pero luego se lo encargó a un vecino que le comprara dicho diario. Y ahora mismo acababa de llegar del pueblo y, a fin de ajustar cuentas, le pidió cuánto le debía y si había cumplido su recado. Le dijo el muchacho, otrora inmaculado, que se habían agotado ya los pocos diarios de referencia, cuando su vecino lo había comprado dos horas después. Y resumía así tal ofensa: no hay peor decepción que te mientan cuando ya sabes la verdad, pero no te preocupes chaval, que cuando alguien te lame las suelas de los zapatos como tú hiciste conmigo, ya he decidido colocarte el pie encima antes de que comiences a morderme.