Habíase una vez en un tiempo remoto y lejano de cuando España no estaba en crisis y los sueldos no eran precarios, en donde nadie quería ser camarero, dependiente o comercial. Pero en vista de los recortes desmesurados por parte de las cabezas ilustradas políticas dirigentes que establecieron un patrón de conducta ahorrativo, donde subían los impuestos, recortaban las pensiones, laminaban los salarios y sentenciaban las pagas extras -de los demás claro-, pues su estatus y su Visa Oro eran primos hermanos. Fue entonces donde esa criba tan súbita y repentina -sin tiempo a reacción-, lo que llevó a recortarse en gastos y apretarse el cinturón; y otros muchos resolvieron bajo este razonamiento atroz: "Si hay un tío que llega a mi oficina a las siete y me enciende el ordenador, bien puede hacer mi trabajo y el suyo por un sueldo más cutre sabiendo pues que la secretaria está de patitas en la calle y él tuvo la suerte de que no".

Y, poco a poco, los coches caros se dejaban de ver por la calle, las cenas de los viernes se hacían en casa y al niño se le sacaba de violonchelo y de chino mandarín y, con el fútbol del domingo, va que chuta. Y aún fue peor, cuando las hipotecas no se lograban pagar porque el sueldo no llegaba ni al día 20, y las vacaciones de la playa se cambiaban por el sofá de casa, y la alegría tornaba en rabia por la impotencia de no poder disfrutar de aquella cómoda vida.

Pero la gota que rebosó el vaso llegó cuando ambiciosos y valientes emprendedores y empresarios ya curtidos tuvieron que amarrarse los machos y decirle al personal: "Señores y señoras, esto se ha acabado", despedir los socios y tres meses después chapar el bussines y pensar ¿y ahora qué hago?

-"Pues quién lo diría", le dije al camarero que me servía el pocillo de café de mañana. Pensar que tú, viejillo, en los tiempos buenos facturabas un millón de pavos.