Hubo un tiempo en que, tanto las personas serias como los más viejos de la parroquia, tenían un trato y consideración especial, casi de igual a igual, con los tontos del lugar -que en cada parroquia existe uno o dos-, a los que trataban con cierta consideración y respeto. Incluso solicitándole su parecer u opinión sobre este o aquel caso, o bien, sobre sus relaciones afectivas y amorosas; lo que daba en más de las veces motivo de chifla y chufla, pues el interesado era el único conocedor de tal noviazgo. Ello, aparte de evaluar y clasificar su paranoia, les ponía sobre aviso sobre el tratamiento con que debían relacionarse en ciertas circunstancias u ocasiones que fueran precisas.

Incluso en la taberna, universidad aldeana, le invitaban a tomar una taza para luego pedirle información sobre este o aquel lance doméstico. Psicología pura. Así fue desde muy antiguo.

Pero ahora, desde hace ya algún tiempo, el tonto tiene coche, fuma rubio y bebe cosas raras teniéndole que explicar al tabernero como se hace este o aquel bebedizo, pasándose medio día en la taberna explicando cosas muy raras y exóticas, despotricando e impartiendo los más sutiles pareceres y conocimientos, tanto de fútbol como de política. Alquimia pura.

Eso es lo que yo constato. Ya no son de fiar. Pero pueda ser, y no me extrañaría que mis apreciaciones fuesen erróneas. Pero son reales. No me lo negarán. No pueden.

Después de todo, los tontos útiles, como muchos le llaman, se parecen mucho a los episodios meteorológicos. Que son imprecisos e imprevistos en sus reacciones.

Lo dice mi amigo y más viejo del lugar, -que de eso sabe mucho y catedrático podría ser-, que a pesar de ser buena gente hay que usar mucho la paciencia, pues les pasa como a los árboles que no tienen raíces y que el viento que se levanta de repente los puede tumbar en el momento menos preciso o inoportuno.