Hay mañanas que son todas más que hermanas, gemelas; las mismas ocupaciones, los mismos pasos, las mismas gentes y algunas personas por las calles, los mismos perritos afeminados paseantes y los mismos coches en los pasos de cebra con el mismo policía local mal encarado en el único cruce y metiendo prisa por igual, siempre con pito o silbato airado y frenético, tanto a coches como a peatones. También el sol es el mismo de todos los días. No podía ser otra.

Perlas cautivadas sin auditivos, como vino en conserva de este mi pueblo de La Muy Leal y Noble Villa de Negreira, que a veces, políticamente produce escozor en los gitanales igual que medicamentos que producen insolencia o dolores atroces como el acido único. Lo mismo.

Pero esta mañana me salvó mi amigo y vecino, el más viejo de mi parroquia, que vino a cobrar su pensión. Mañana de gloria como no podía ser otra. Uno con dinero, manoseándolo en el bolsillo de cuando en vez, aunque sea poco, ve el mundo de otra manera e incluso se atreve a gobernarlo.

Vino aquí, vino allá, tapa aquí, tapa allá, poco faltó -muy poco o casi nada- para ir ya comidos. Y con ganas de echar la siesta. Que necesaria era y buena falta hacía. Lo trajo su nieto, a la mañana temprano que iba a trabajar en compañía de una vecina, luego lo llevé yo de vuelta. Otra vez me salvó la Divina Providencia, que por algo es divina y providencia, pues la Guardia Civil de Tráfico no estaba como otros muchos días en una de las dos rotondas que hay en el trayecto a la aldea. Uno también tiene su caché de afortunado.

Me dio las nuevas del marido de la señora que le acompañó y que tenía a su marido hospitalizado. Y fue de risa, no solo nos reímos nosotros dos, sino también el camarero y toda la gente que estaba en la taberna, que era bastante por ser principio de mes o cobranza. Que fuera el quinto vino no le resta un ápice de ocasión o intencionalidad. Salió, después de un silencio, a manera de cerrar o abrir página coloquial. Así de sencillo.

Sembró, alto, claro y fuerte, no solo para mí sino para toda la concurrencia que la oyó, que al dicho esposo le habían hecho una coreografía y que en un ojo tenía un desprendimiento de rutina y en el otro -pobrecito, a punto de quedarse ciego- unas ocho idolatrías.

Así lo dejó, flotando en el aire viciado del bar, cogiendo otra vez la taza -trasto de beber-, con parsimonia y buen hacer. Faena encomiable de viejo ducho. De salida por puerta grande.