Los niños de todo el mundo (pero, en especial, los que poseen alguna discapacidad) han perdido hace unos días a la persona que, durante los últimos cincuenta años, se dedicó en cuerpo y alma a investigar sobre su desarrollo neuro-psico-evolutivo y a predicar con su ejemplo mediante la creación, junto con su pareja Teresa Ubeira, del centro educativo O Pelouro en Caldelas de Tui, donde el río Miño recorre su curso de forma cansina, unos kilómetros antes de su desembocadura. En ese bellísimo paisaje gallego, el psiquiatra, neuropsicólogo y pedagogo Juan Rodríguez Llauder pasó miles de horas observando a los niños (sus interacciones, sus respuestas ante determinados estímulos, su modo de aprender y, sobre todo, cuándo y cómo eran felices), elaborando profundas teorías pedagógicas y poniendo en práctica esas teorías en beneficio del bienestar de los niños. Es por eso por lo que él se calificaba a sí mismo como niñólogo. Un término aún no reconocido por la Real Academia de la Lengua, aunque espero que lo sea lo más pronto posible.

Simplemente por esos méritos que acabo de esbozar, Juan Rodríguez Llauder debería ocupar un lugar privilegiado en la historia de la educación. Pero, además, era un magnífico poeta, un riguroso filósofo, un agricultor ecológico, un defensor y encantador de perros, un arquitecto respetuoso con el medio ambiente y un honesto padre de familia. Es decir, era el prototipo por antonomasia del hombre renacentista. No me cabe ninguna duda de que para desarrollar todo ese vasto conjunto de competencias tuvo que gastar grandes dosis de energía vital, lo cual podría explicar que un cáncer traicionero lo haya vencido para siempre, justo en el momento en que la humanidad necesita más que nunca luminarias tan potentes como la de este singular personaje.

Por desgracia, publicó poco, pero nos ha dejado un importante legado de escritos y de vídeos, que hay que conservar como oro en paño. Yo espero y deseo que haya jóvenes intelectuales que se dediquen a estudiar ese legado, con el fin de ordenarlo, catalogarlo, digitalizarlo, analizarlo y, en definitiva, para ponerlo al servicio de los nuevos educadores del planeta. Es evidente que me encantaría llevar a cabo esa labor, pero me temo que ya me pilla demasiado mayor para poder realizar ese trabajo con la paciencia y el rigor que exige. Supongo que algo parecido le ocurrirá a los muchos niñólogos que hemos tenido la suerte de colaborar con Juan. De todo ese legado hay una parte que no podrá ser reprogramado: las famosas discusiones en público de Juan con Teresa en las conferencias que ambos han impartido por medio mundo.

No dispongo de más espacio y, por tanto, solo me resta agradecer a la dirección de FARO la oportunidad que me ha brindado de glosar la figura de este eminente sabio y, a la vez, testimoniar mi más sentido pésame a su pareja, Teresa, y a sus hijas, Laura y Elvia. Descanse en paz.