El 1 de octubre a las 8.30 de la mañana aterricé en España con mis hijos. Volvíamos de Suiza, considerada por algunos el país más democrático del planeta, donde la gente vota cuántas semanas de vacaciones quiere, si necesitan un sueldo mínimo, si compran o no más aviones de guerra y casi hasta a qué hora irse a la cama.

Fue grande el contraste al llegar. En las noticias de la mañana vimos imágenes de cargas policiales, urnas arrancadas de las manos de ciudadanos por fuerzas de seguridad del Estado? No reconocí a la España en la que me crié feliz, recién salida del franquismo, y a la que después de una década emigrado añoré volver. Me dio vergüenza lo que vi, me entristeció profundamente. Se le saltaron las lágrimas a este padre de familia de metro noventa. Y me dio miedo un futuro así para mis hijos. ¿Esto es lo que hemos construido en 40 años?

Unos meses antes, en Ginebra, había estado en una reunión con el ministro de Exteriores Escocés. Ese tipo jovial de maneras educadas y mirada franca nos habló de su referéndum sin amargura. Allí no hicieron falta porras ni mamporros. Ellos también salieron en toda la prensa internacional, pero no con titulares como "1-0:Spanishdayofshame".

Hace más de 2.000 años que en Atenas cada ciudadano, en la Asamblea, exponía sus propuestas, que los presentes votaban a mano alzada. Tantas veces ha evitado grandes males ese espíritu auténticamente democrático que no consigo entender cómo genera pavor que en Cataluña se vote abiertamente, con todas las garantías, y que tras las urnas se organice esa sociedad conforme a la voluntad de sus ciudadanos.

La alternativa: el legalismo inmovilista, la intención de utilizar todos los recursos disponibles para acallar la voz de millones de catalanes, el descarte de la negociación, la parcialidad y univocidad de los medios de comunicación de ámbito nacional y, sobre todo, el grado de interiorización de ese mensaje en la sociedad española, me preocupa enormemente; y ciertamente no es la democracia que merecen nuestros hijos.