En estas fiestas pasadas de mi pueblo que llaman del Románico, que de esto solo tienen el nombre, hubo días en que me sentí algo filósofo. Quizás fuera por la soledad o el aburrimiento, pues un vermut mañanero no da tanta fuerza ni coraje. O quizás fuera una serendipia. No lo sé.

Fue paseando por sus calles y coincidir con un grupo de gaiteros durante un buen trayecto y tuve tiempo de fijarme en el trabajo que hacían. Eran buenos gaiteros, profesionales a carta cabal y ya mayores las dos gaitas en contraposición con el bombo y el tambor que eran dos mocitas de pocos años.

Aprovechando un momento de descanso me habló un gaitero preguntándome si nos conocíamos de algo, pues mi cara le resultaba conocida y así era. De una boda tenía que ser. Y así hablando le pregunté, pues me venía fijando en ellas y comparando su trabajo, como si aquellas jovencitas que resultaron ser sus nietas cobraban la misma cantidad por el trabajo que hacían pues no lo consideraba justo ni de justicia, ya que mientras una daba solo un golpe con una mano, la otra daba treinta golpes más con las dos. Se rió, me contó que eso mismo pasara,-años ha-, cuando un requinto presentó sus alegaciones y quejas al director de la banda que él debía de cobrar más que el del bombo. El problema quedó zanjado cuando ya de noche y en retirada para sus casas en bicicleta ambos, le dijo el del bombo que no era lo mismo tener que llevar a cuestas sus instrumentos.

Como muy bien dice el viejo de mi pueblo, el problema no está en madrugar, el problema es la hora en que hay que levantarse.