La absolución de la infanta de España no ha sorprendido a casi nadie. Las respuestas vacías pero armónicas de la hermana del Rey, con las coletillas "no sé" y "no me consta" dieron su fruto.

Es una lástima que el tan esperado desenlace no se hubiese celebrado el 14 de febrero. De haber sido en esa fecha, hasta un ramo de rosas rojas en el regazo de la imputada, además de su ensayada sonrisa, no hubiese desentonado en una jornada en la que por su resultado, sigue sin despejarnos la duda de si la justicia es igual para todos.

Sí, es cierto, nos queda el consuelo de ver que las penas se aplican siguiendo la doctrina del Código Penal. Pero también, la percepción de que se manejan diferentes raseros para medir la gravedad de los pecados, según quien sea el pecador. ¿Cualquier otra persona en su caso, tendría el mismo veredicto? La defensa jurídica de Cristina de Borbón se sostuvo prácticamente sobre una ingenua tesis de amorío y total confianza en su marido.

Además de ingenuos, es de incrédulos pensar que la infanta no fuese consciente de todo lo que hacía su marido, porque el amor se dice que es ciego, pero nunca oí decir que fuese idiota. Por desgracia, desde que la corrupción se ha convertido en algo cotidiano, las mujeres se colocan deliberadamente el cartel de tontainas y nadie las cree.

Lo cierto es que ha sido exculpada y, al parecer, su único pecado ha sido beneficiarse de los chanchullos de su cónyuge. Sin embargo, aunque haya salido bien parada en la sentencia, el daño a la Monarquía es irreparable, y el hecho de haber sido juzgada pone de manifiesto su temeridad en una conducta que, por su posición, debería ser intachable. Su renuncia a los derechos dinásticos contribuiría a recomponer y evitar hacer más daño a nuestra ya desprestigiada Monarquía.