Quién le iba a decir a Alejandro cuando corría a sus cinco años por las calles del "Fin del Mundo" que se terminaría haciendo famoso casi cien años después en la sede de la todopoderosa Google en Palo Alto, California. Quién le iba a decir a Paco que su tasca era el santa sanctórum de la modernidad y de la creatividad, no por el vino allí servido sobre una barra de madera curtida con todo el alcohol derramado en décadas, si no por el sonido que acompaña cada tarde ese reducto de los amantes de una buena partida de futbolín: elemento indispensable en cualquier "spin off" o empresa tecnológica que se precie. Donde al parecer unos jugadores metálicos que jugaran eternamente el mismo partido, a veces perdiendo, a veces ganando, aunque siempre en el mismo terreno de juego y ante el mismo rival, se han convertido en una inestimable fuente de ideas y del trabajo en equipo. Y todo, gracias a Alejandro Finisterre y su invento.

Porque hoy en día si no dispones de una acreditación B2, especialidad en futbolín de fibra de carbono, no eres nadie. Y menos, si pretendes ser un programador informático de éxito.