"El aborto no es un problema teológico: es un problema humano, es un problema médico. Pero evitar el embarazo no es un mal absoluto", aseguraba el Papa Francisco el 18/02/2016, a pesar de que Pablo VI, en una situación difícil en África (la guerra en el Congo Belga), permitió a las monjas usar anticonceptivos para casos en los que fueron violadas, como es habitual en ese continente, donde la violación se ha constituido en un arma devastadora capaz de destruir comunidades enteras. A pesar de todo esto y del riesgo que supone el alarmante incremento de enfermedades como el VIH, uno de los papas más progresistas de los que hayamos tenido constancia ha decidido, tan solo un año después, de lo que parecía un atisbo de aproximación del Vaticano al mundo de los mortales, nombrar un delegado pontificio al frente de la Orden de Malta, después de que el Papa Francisco aceptase la dimisión presentada por el gran maestro de esta institución, Matthew Festing, de 67 años, quien se había revelado al pontífice por una disputa en el origen de la cual está la distribución de preservativos en África y Asia por parte de algunas ONG vinculadas a la orden.

Cabe entonces preguntarse ¿Cuál es ese precepto sagrado que hace que una vida sea tan importante unas veces y otras tan poco? Por paradójico que pueda parecer, al controlar artificialmente los efectos de la unión sexual, manipulamos a Dios, desviamos su plan. Siendo el Señor dueño de todo, pretendemos excluirlo de un ámbito fundamental: el origen de la vida. Porque la unión sexual es el instrumento que Dios ha previsto para hacer lo más grande que realiza el hombre: traer nuevas criaturas al mundo, aunque parece ser que no contempla de la misma forma mantener vivas las que ha traído a este mundo.