Este año 2017 prescriben los derechos de autor de personajes tan relevantes como García Lorca, Valle Inclán, Unamuno..., porque se cumplen ochenta años de su fallecimiento. Y según la Ley de Propiedad Intelectual (LPI) del año 1879, que se les aplica por haber muerto antes de 1987, dichos derechos decaen transcurrido ese plazo. En la vigente LPI (aprobada por Real Decreto Legislativo 1/1996, modificado por la ley 21/2014) el decaimiento se produce a los setenta años. En la anterior, la Ley 22/1987 de Propiedad Intelectual, en su artículo 26, se establecía la extinción a los sesenta años. Ochenta, sesenta, setenta... ¿Alguien ofrece más? ¿Alguien propone menos?

Los autores (poetas, escritores, pintores, escultores, artistas gráficos y visuales, fotógrafos, etcétera) dedican mucho esfuerzo, e incluso su patrimonio, a formarse y a producir su obra. Eso conlleva que, por lo general, no puedan ocuparse de actividades probablemente más lucrativas. Una consecuencia inmediata de este hecho es que, en la mayoría de los casos, la herencia material que dejan a sus descendientes suele ser modesta: ni grandes sumas de dinero, ni casas, ni apenas recursos. Tal vez los más afortunados puedan legarles cierto peculio gracias a la explotación comercial que se haga de su trabajo.

Reflexionemos: ¿Sería legítimo que pasados setenta años (o sesenta, u ochenta) de la herencia de una propiedad el beneficiario la perdiese por caducidad de su derecho y pasase al dominio público, como ocurre con los derechos patrimoniales de autor? La respuesta puede ser negativa, y es entendible. Pero podría ser afirmativa, lo cual también sería comprensible. En este supuesto, la heredabilidad sin límite temporal de cualquier bien quedaría derogada.

Discusión jurídica debería de haber, a pesar de que social y culturalmente se asuma como conveniente la expropiación forzosa de los derechos patrimoniales de autor, transcurrido un período más o menos largo (o corto) de tiempo tras el óbito de aquel.

Quizá, la solución sea seguir una vía intermedia, que consistiría en ampliar el período de pervivencia de los derechos de autor cuando este haya fallecido (¿por qué no hacerlo indefinido como ocurre con cualquier otra herencia?), y simultáneamente flexibilizar la rigidez en cuanto a la modificación y utilización, acaso total pero sobre todo parcial, de sus producciones por terceros; tanto en vida del creador como una vez acaecida su muerte. Por supuesto, con la correspondiente y justa compensación económica cuando de su difusión se obtengan ganancias.

Porque lo importante es que unos autores puedan crear a partir de lo ya creado por otros, pues nada sale de la nada; no que determinadas personas hagan fortuna comerciando, sin abonar los correspondientes derechos, con el producto del esfuerzo ajeno. Ni que a las Administraciones les salga gratis aprovecharse de sus obras.