En la memoria de mi infancia tengo perfectamente clasificados todos aquellos recuerdos que quedaron grabados con la impronta imperecedera de una vacuna o una enfermedad que me liberaba de las clases; eran pocas las veces que ocurrían, pero algunas dejaban un rastro que el simple olvido no podía borrar: las cicatrices en la piel hablaban de las tan temidas vacunas, otras se circunscribían al dolor de la gamaglobulina al cristalizar entre los glúteos. En definitiva, se tomaban pocos medicamentos y, cuando esto ocurría era que se necesitaba de verdad. Podríamos achacarlo a la precariedad de nuestro sistema sanitario en ese momento, o a una cuestión de racionalidad y gestión de recursos. La cuestión es que, quizás por ser un chaval, quizás porque lo habitual era solo recurrir a la medicina cuando tu sistema inmunitario no había sido capaz de ganar la batalla por sí solo, los cajones de la cocinas únicamente guardaban los cubiertos a la hora de la comida. Ahora, cuando nos sentamos delante de un plato a la derecha de los cubiertos está el móvil y cuatro pastillas más sacadas de esas farmacias clandestinas: eso, en el mejor de los casos, ya que en otros, el rebozado de un filete pueden ser unos polvos blanquecinos.

Está claro que todo esto nos ha conducido a una sociedad contra natura en la que la esperanza de vida ha aumentado a niveles insostenibles en ámbitos sociales. Y puede que este sea el menor de los problemas, cuando escuchamos como cada vez aparecen más súper bacterias que se han ido haciendo resistentes en ámbitos hospitalarios, como si de un ejército organizo se tratase, conocedor de las estrategias de sus enemigo que siempre utiliza las mismas armas, los mismos fármacos, porque desarrollar uno nuevo cuesta cientos de millones de euros que puede que no se amorticen. Es por ello que cuando esperamos un catastrófico desenlace por el cambio climático, por un botón rojo pulsado en un calentón, un meteorito de más de diez kilómetros o la tormenta solar definitiva, debiéramos no perder de vista a esas pequeñas bacterias díscolas como otro factor a tener en cuenta en nuestro pertinaz esfuerzo de extinción.

Bueno, me veo obligado a interrumpir mi panegírico: el calendario de la cocina me marca análisis de sangre hoy a las diez y especialista a las dos. Y, ya se sabe hay que llegar puntual aunque haya que esperar dos horas... Al fin y al cabo, ¿quién no quiere ir de viaje con el Inserso a los cien años?