Un nuevo verano anuncia su despedida con las primeras nubes grises deshilachadas por el frío y el peso de las lluvias. Atrás, tristemente, quedarán nuestras buenas intenciones de disfrutar más de los nuestros, ponernos un poco más en forma, transformar nuestra tez blanca por un resplandeciente moreno como muestra orgullosa de unas vacaciones de calidad en la costa y algún imborrable primer amor de verano. Atrás, quedarán por suerte, los incendios, un calor de justica, las colas para todo y nuestras guardias ininterrumpidas de 24 horas al servicio de nuestros hijos.

Visto todo esto cabe pensar que no existe fecha en el año donde nuestra vida se transforme tanto como en septiembre. A pesar de ello, Julio César, allá por el 46 a.C, decidió que enero era un buen mes para hacer unos festejos como el Dios Juno manda. Fue entonces cuando Juno mudó su nombre por enero y el sol decidió comenzar a hacer más largos los días. Bueno, no cabe duda que es un argumento convincente, aunque las dudas me asaltan cuando veo que los judíos los celebran el 14 de septiembre o los chinos el 19 de enero.

Está claro que no nos ponemos de acuerdo ni para determinar cuándo comienza el tiempo. Pero, sea por Jesucristo, Jehová o por el año del dragón, una fiesta implica que haya algo por lo que merezca la pena hacerla, una donde podamos celebrar que algo cambia de verdad, que aquellos que gritan su inocencia confíen en la justicia "que han creado" para demostrarla sin los subterfugios del aforamiento en base al artículo 71 de "esta nuestra Constitución".

Ahora que ya hemos cogido el hábito del voto, propongo que el Año Bueno, el definitivo, el de verdad, comience el 1 de septiembre, y que los Reyes Magos nos regalen los libros del cole.