Aquella mañana, el pato Donald acudió a su puesto de trabajo en la calle del Príncipe más pronto que de costumbre. El Harmony of the Seas, el crucero más grande del mundo, había atracado al amanecer y muy pronto la ciudad se llenaría de pasajeros y niños ávidos de globos. Sin embargo, antes de que llegasen los turistas lo hicieron otros: una cuadrilla de jóvenes músicos de Bembrive, tres o cuatros mimos, un cuarteto folk, y lo peor de todo, otro pato Donald con un disfraz más cuidado que el suyo y que encima hablaba inglés. El pato se dirigió a una pareja de municipales y les conminó a recabar la licencia de toda esa gente extraña. "Tienen permiso -respondieron los policías- es por el maldito crucero". Los turistas llegaron y los artistas y los payasos se afanaron con ellos como hacen las ballenas con el krill.

El pato Donald apenas sacó tajada, así que decidió hacer lo siguiente. Se desprendió del traje y comenzó a seguir a los turistas más débiles, viejos y cansados. Al final del día se había hecho con ocho carteras y casi doscientos euros, mucho más que bailando e inflando globos.