Edgar Morin despedía su célebre obra Pensar Europa con un epílogo titulado "La provincia metanacional". Quizá otro concepto que añadir a nuestro repertorio saturado de abstracciones. Referencias que, como europeos, nos permiten proyectar nuestras acciones y definirlas en su justa medida. Sin duda, esta tendencia a la autocrítica hace de la Unión una construcción tan atractiva como imperfecta.

Puede que para hablar de la actual crisis de la migración, resulte válido recuperar la citada expresión: "provincia metanacional". La Unión Europea, en representación de 28 voces diferentes, ha actuado en la última cumbre con cierto provincialismo, demostrando que los Estados-nación se resisten todavía a diluirse. ¿Cómo si no calificar las palabras de Tusk, por un momento altavoz del Gobierno húngaro, exigiendo a los migrantes que no vengan a Europa? ¿Quién osa anunciar el fin del más rancio nacionalismo cuando nos protegemos con alambradas en vez de con valores?

En el actual drama de los refugiados y migrantes económicos (distinciones nominales puramente legales, que no se visibilizan al contemplar sus rostros e historias personales) la realidad siempre fue por delante de nuestra capacidad de respuesta. La dimensión de las llegadas superó con creces las expectativas de nuestra legislación común en materia de inmigración; nos cogió con los brazos cruzados y hasta ahora no hemos sabido cómo abrirlos. Angela Merkel, de forma interesada o no, hizo el primer gesto el pasado mes de septiembre, pero esa cálida bienvenida se enfrió en cuanto la insolidaridad dominó el discurso de algunos miembros del club.

Hoy son minoría los que mantienen vivo el recuerdo de Aylan. La fotografía de su naufragio sacudió nuestras conciencias. Se puede llorar la fatídica muerte de un niño en una playa turca pero, ¿cómo llorar todas las pérdidas que ya ha dejado, entre otras guerras, el conflicto sirio? En política, por desgracia, esa no es una pregunta acertada. La toma de decisiones obliga a calibrar las emociones y emplear la inteligencia, siempre sobre un terreno enfangado, plomizo, extremadamente complejo e interesado. El reciente acuerdo con Turquía debe ser temporal, y mientras tanto estamos obligados a poner la ley a la altura de la ética: elaborar una política común de inmigración que reparta equitativamente la carga de migrantes, además de actuar de forma decidida y generosa en los países de origen con una estrategia conjunta. Y es que la migración, en un mundo que aspira a desbancar las fronteras, nos obliga a abanderar un cosmopolitismo militante. La envejecida Unión Europea acepta el reto, o no será.