En el mundo que vivimos, donde los valores individuales y sociales genéticamente incorporados a nuestro status y estructura matricial se tambalean y levitan dubitadamente al albur o al pairo, nos obliga inmediatamente a la asunción de instintos de búsqueda de asideros incólumes que minimicen el naufragio.

En el arcón de los principios, si a lo políticamente correcto nos referimos, y entre otros muchos, claro está, alcanzan relevancia la unidad y la universalidad. Este último parece tener un valor centrífugo, global, como su propio nombre indica, con límites casi siderales a la búsqueda de identidades perdidas.

La unidad, por el contrario, parece caminar en sentido inverso, como valor centrípeto, con limitaciones físicas y numéricas, aunque no temporales.

Esquivando las disquisiciones conceptuales de su intríngulis físico podríamos convenir que la universalidad es consustancial con la unidad como elemento y principio básico de la globalidad y la búsqueda de espacios abiertos. Estos conceptos, aplicando rigurosamente la semántica, o si quieren la microbiología, parten de la multiplicidad de la unidad celular para progresar indefinidamente en actitud meristemática hacia horizontes inalcanzables.

Al bajar al terreno político el concepto de unidad, el nacionalismo endogámico lo reduce, por compresión, a límites que pueden superar sobradamente el parroquianismo. No hay nada más contrapuesto a la universalidad, en política, que el reduccionismo. La búsqueda de particularidades o identidades de confusa naturaleza conducen, en la mayoría de los casos, al terreno de los privilegios.

Cuando algo está sólidamente unido y consolidado in tempore, para pulverizarlo, además de poseer los medios, hay que violentarlo, destruirlo, con la pérdida inmediata y definitiva de sus posibilidades de reconstrucción.

Los nacionalismos endogámicos buscan el privilegio no como sectarismo positivo, sino en la arribada a tierra prometida, en exclusividad, en primicia, en disputa competitiva con otros congéneres más desaventurados, arrebatándoles, al tiempo, el agua y la sal.

Pero llegados al colmo de los despropósitos observamos que los buscadores de privilegios, como intrépidos buscadores de oro, se constituyen en casta suprageneracional al pretender tomar decisiones de transcendencia y calado histórico imbuidos en su miopía y raquítico microcosmos.

Para entendernos, y en román paladino, parte díscola de una generación se atribuye competencias para cambiar la Historia consolidada en siglos y siglos y especular con su futuro.

Escasísimo y minúsculo quórum para tan provocadora pretensión.