Los cristianos celebramos la santa Cuaresma por un doble motivo: para imitar a Cristo, en sus cuarenta días de oración y penitencia en el desierto, y así prepararnos para celebrar, con inmensa alegría, la Pascua de su Resurrección.

Durante estos cuarenta días tratamos de seguir las pisadas dolorosas de nuestro señor Jesucristo, imitando así a su Santísima Madre, y la Madre nuestra, quien aceptó también tanto sufrimiento por nuestra salvación.

Por consiguiente, la santa Cuaresma ha de ser un tiempo propicio para hacer más y mejor oración; más y mejor penitencia y también mayor entrega a favor de los más necesitados.

La oración ha de ser nuestra alma lo mismo que el oxígeno es para los pulmones. Nuestros antepasados, durante este tiempo santo, comían poco y rezaban mucho.

Los ayunos y abstinencias eran su plato de cada día. La mejor de sus penitencias era una buena confesión, seguida de una fervorosa comunión; dando así cumplimiento a dos santos mandamientos de nuestra santa madre la Iglesia: Confesar, por lo menos, una vez al año y comulgar por Pascua de Resurrección.

Con lo que ahorraban en sus ayunos daban limosnas y alimentos a los pobres. No andaban tristes porque comprendían perfectamente que todo lo que hacían les preparaba para celebrar, con gran alegría, la Pascua de la Resurrección, de la que gozan ahora y eternamente en el Cielo, unidos a todos los santos. Conclusión: la Cuaresma es santa, porque fue santificada por Cristo y también nos santifica.