Los dioses se han conjurado en mi contra esta tarde de sábado en el que desde la ventana de mi casa me ha parecido ver pasar a Noé en su arca arrastrada por el diluvio hacia el atasco. Mientras, mi hija y sus amigas siguiendo los designios divinos insisten en que vayamos a un sitio donde socializar a cubierto. ¡Señor, qué he hecho yo para merecer este castigo!, pienso inmediatamente, sabedor de lo que me espera. A un kilómetro del centro comercial ya observo las primeras estrategias de combate para adelantar, saltar y presionar todo obstáculo que se interponga entre el coche de algunos "individuos" y su paraíso lleno de locales comerciales. Sin embargo, lo peor está por llegar: ahora puedo ver la boca negra del Averno, que nos va devorando con extrema lentitud, entre vueltas y más vueltas, bocinazos, insultos y amenazas. Y lo mejor, dos jovencitas convencidas de que su mera presencia, no así su civismo, les confiere el derecho para aparcar en plaza de discapacitados aún cuando una madre les dice que viene con una niña discapacitada y con una tarjeta que así lo acredita. El alegato de las dos chicas fue irrefutable: "Nosotras llegamos antes...".