Manuel de la Fuente fue un gran escritor, al tiempo que incansable defensor de Vigo y su memoria. Como periodista, ejerció la práctica totalidad de su vida laboral trabajando para esta casa, FARO DE VIGO. Llegó de su León natal en el año 1951, y ya no abandonaría este periódico hasta 1996, año en que se jubiló después de más de dos lustros sacando adelante, día tras día, la última sección en la que trabajó, sus famosas "Postales del año…", una colección de artículos en los que, no sin gran esfuerzo por su parte, De la Fuente fue devolviendo a la vida innumerables episodios de la historia gallega reciente ya por entonces, sin embargo, olvidados. Contribuyó, por poner algún ejemplo, a arrojar un poco más de luz sobre la misteriosa historia de aquel escurridizo Michel Paczewicz, arquitecto imprescindible para comprender el esplendor arquitectónico del Vigo de comienzos del siglo XX; investigó las verdaderas causas que devendrían en la fundación del periódico "Galicia"; desenmarañó la curiosa historia de los Seis Poemas Galegos Lorca…Trabajó, palabra tras palabra, para recordarnos que la memoria es aquel bien sobre el que tenemos la responsabilidad de mantenerlo vivo, porque quienes olvidamos de dónde venimos, pronto nos despistamos acerca de adónde vamos.

Manuel de la Fuente colaboró, en definitiva, de un modo innegable en el desarrollo de la vida cultural viguesa. Y si toda la ciudad le debe mucho, yo personalmente todavía más. Porque, sin que esto desmerezca un ápice todo lo anterior, además era mi abuelo, y a él le debo una buena parte del caudal que constituye mi propia cultura. No sé si es esta mucha o poca, pero sé que es la que tengo y que, gracias a ella, he podido moverme por el mundo adelante con la cabeza siempre bien alta.

Falleció mi abuelo en mayo de 2002, y mi familia –que si bien es rica en bonhomía, lo cierto es que no guarda relación alguna con el oro de Moscú ni esconde millones de euros apretados entre los ácaros del colchón– le dio el más digno de los entierros posibles en un humilde nicho, propiedad de un familiar de mi madre, en el cementerio de la parroquia de San Miguel de Oia. Y ahí es donde descansan desde entonces los restos de Manuel de la Fuente. O por lo menos donde lo hacían hasta la pasada semana.

Por motivos que no vienen al caso, este familiar y mi madre mantienen sobre una pequeña propiedad común una discusión abierta desde hace unos meses que a nadie aquí interesa. La cosa no tendría mayor importancia de no ser por el hecho de que, por lo visto, todo tiene un límite, excepto la miseria humana. La semana pasada mi madre recibió de parte de esta persona la cordial solicitud de "retirar de ahí esa basura que tenéis metida, que yo no quiero porquerías de muertos de hambre en mis nichos". Qué cosa más triste que viene a ser por veces la vida… No pasa nada, que según parece todo está solucionado, y gracias a la inmensa generosidad de don José Lence, los restos mortales de Manuel de la Fuente descansan nuevamente en paz, por fin, lejos de las miserias furibundas de la enquina humana. Porque llamar "basura" a la memoria de un difunto es jugar demasiado sucio. Estoy totalmente de acuerdo con la legitimidad de reclamar siempre aquello que es tuyo, y si dos metros cúbicos de este planeta –ya sean de fastuosos oropeles, o simplemente de hormigón, gusanos y telas de araña– son tuyos, por supuesto que tienes toda la razón en reclamarlos.

Pero nunca deberíamos olvidar esto: muchas veces la razón se pierde ante la presencia de las formas. Y son estas as formas, y no otra cosa, las que en una mala pasada nos pueden revelar ante el mundo tal y como realmente somos.

Mi abuelo, Manuel de la Fuente, no era ninguna basura, y su memoria se merece todos los respetos.