Cuando el envejecimiento pone en peligro las pensiones y los servicios sociales no es intromisión del Estado favorecer la natalidad, ya que si el envejecimiento trae escasez de trabajadores activos para mantener a un contingente cada vez mayor de jubilados con más gastos sanitarios, el aumento de la natalidad es la única solución, pero la idea de promover la natalidad despierta suspicacias y el Gobierno no parece inclinado a promover políticas natalistas y familiares. Antes al contrario, así, hay quien sostiene que los gobiernos no deben meter sus narices en las decisiones privadas. Y esto sí es cierto; pero el Gobierno no ha sido, precisamente, tímido para sermonear sobre el tabaco, la bebida, el ejercicio físico o el sexo seguro, cuando ha creído que lo pedía el interés nacional y la necesidad de más niños está en el mismo caso.

Está claro que nadie pretende obligar a la paternidad a personas que no están dispuestas a aceptar las cargas que supone. La responsabilidad por la falta de nacimientos debería recaer tanto sobre los hombres como sobre las mujeres que han descartado tener descendencia; pero el objetivo de una política natalista debe ser convencer a la gente que tener hijos es un bien superior.

En los años 70, las salvajes predicciones de superpoblación espolearon a los gobiernos a concentrarse en reducir la natalidad con campañas e intervenciones de todo tipo, y tuvieron un éxito que ahora lamentamos.

Tal vez ahora se podría aplicar una determinación y una urgencia parecida para promover lo contrario.