Un año atrás, en el tercer domingo de octubre, celebraremos la Jornada Mundial de las Misiones, que a todos nos interpela.

El Papa, en su mensaje del presente años, "La Palabra. Luz para los Pueblos", alude al Señor y a sus discípulos (Mt. 5, 13 y ss.). Este mensaje siempre es actual, como lo es el respirar y el latir del corazón.

Los primeros cristianos tomaron muy a pecho el mandato misionero del Señor, pregonando el Evangelio con la palabra y, más aún, con el ejemplo. Eran, verdaderamente, luz y sal de la tierra, oscurecida por la falta de fe y desazonada por falta de amor.

Con transcurso del tiempo aparecieron nuevos campos de Misión y allá se fueron nuevos operarios a la mies, para compartir con aquellas gentes sudores, sangre y lágrimas, imitando así al Misionero Divino.

Queda todavía mucho por hacer, pues más de la mitad de la humanidad pasa hambre de pan y sed de Dios. No es preciso ir más lejos para comprobarlo, pues las puertas de nuestras iglesias, las asociaciones caritativas y sus comedores lo acreditan. Y, si esto pasa en el árbol verde- en donde nos permitimos el lujo de arrojar toneladas de leche y otros alimentos a los ríos y al "lixo"- ¿qué pasará en el árbol seco, en donde ni agua tienen para beber?

El Domund no invita a reflexionar sobre el alcance de la palabra "misionero" o "misionera" en la que todos, de una manera o de otra, estamos incluidos. La Iglesia, como queda dicho, quiere y puede facilitarnos el cumplimiento humano, social y cristiano de tan ineludible deber.