El escritor Manuel Rivas afirmaba, en una entrevista con Faro de Vigo, el día 30 de marzo, que hablar de imposición lingüística en Galicia es una “gran trola” y una “de las mayores mentiras de la historia reciente”. Ya nos dirá el afamado literato cómo se define una política que excluye el idioma español, que es tan nuestro como el gallego (lo dijo el señor Touriño en campaña electoral), de la enseñanza, de la Administración, de la Sanidad y de todos los sectores públicos, y que también ha tratado de desterrarlo de las empresas y el comercio.

Decía asimismo Rivas que “hay una perturbación mental en quienes les resulta incómoda la lengua”, refiriéndose al gallego. Pero en Galicia sólo hay un tipo de gente a la que incomoda una lengua. Son aquellos a los que molesta que se emplee el español. En cualquier caso, yo no llamaría nunca enfermos mentales a quienes se oponen a que se enseñe, escriba y hable en español, pues tratar de perturbados a los que piensan diferente es propio de una actitud totalitaria. Recordará el escritor que en la época final de la Unión Soviética los disidentes ya no eran enviados al gulag, sino al psiquiátrico. Su oposición al dogma dominante era, para el sistema, indicio de desorden mental. En fin, lo único que nos incomoda a quienes estamos en contra de la imposición lingüística es la falta de libertad y el atropello de derechos.

Rivas afirmaba, además, que si se deroga el decreto de “galleguización” de la enseñanza “volveríamos a una situación preconstitucional”. Entonces, ¿estaba Galicia fuera del marco constitucional antes de que se promulgara ese polémico decreto? Con exageraciones de ese calibre, los argumentos pierden credibilidad, lo mismo que sus autores. El caso es que la Constitución no legitima que para promover un idioma se prive de derechos a los hablantes de otra, y eso es precisamente lo que aquí se estaba haciendo. Cuando se derogue el decreto, la situación será más constitucional.