Sir Winston Churchill empezó a convertirse en un mito político desde que perdió estrepitosamente las últimas elecciones a Primer Ministro a las que se presentó. A Angela Merkel va camino de ocurrirle lo mismo (convertirse en mito) con la diferencia de que ella ha preferido retirarse a tiempo y no probar a qué sabe la última derrota. Y es el caso que su ausencia ha comenzado a lamentarse más en los países de la Unión Europea que en la propia Alemania, donde la alternancia gubernamental entre los democristianos de la CDU y los socialdemócratas del SPD se contempla como una especie de acontecimiento propio e inevitable emanado de la naturaleza democrática, y no, como ocurre en España, cual una tragedia griega en la que semeja que todo va terminar con el exterminio de propios y extraños, así como del país entero.

Nadie lo diría. Quiero decir que nadie diría, a la altura de 2008, declarado el año oficial en que se inició la última crisis económica antes del COVID19, que la señora Merkel sería añorada incluso por quienes, como griegos y portugueses, tuvieron que apandar con aquellos “rescates” y aquellas visitas de inspección de unos “señores de negro” que, al parecer, eran “enviados” por la canciller alemana para, expresamente, fastidiar a los países latinos, España incluida.

Su imagen comenzó a suavizarse cuando se emitieron aquellas imágenes en las que, cual ama de casa de casta ibérica, se la veía recorrer un supermercado preguntando los precios de los artículos que se iba a llevar y departiendo amigablemente con las dependientas del establecimiento; pero más aún, y eso es algo sí que causó llaga en los círculos más reaccionarios de su propio partido, cuando manifestó una postura de solidaridad y apertura de brazos para con los refugiados e inmigrantes acampados en Lesbos que huían del hambre y la guerra.

Ahí trascendió que, lejos de parecerse a Margaret Thatcher, la “dama de hierro” con la que querían compararla, Merkel desvelaba un centrismo político dialogante que, si decepcionó al ala conservadora de la CDU, en cambio le valió para ganarse las simpatías del progresismo europeo y, aún diríamos, mundial.

Fue entonces cuando, hurgando en su pasado, comenzó a saberse de verdad quién era y de dónde venía Frau Merkel ((Hamburgo, 1954), hija de un pastor protestante que vivió desde que tenía pocos meses en aquella República Democrática de Alemania en la órbita de la URSS, donde no ocultaba su simpatía por las mismísimas juventudes comunistas, delirios dogmáticos de mocedades que no tardó en abandonar cuando, tras la caída del Muro de Berlín (1989), decidió, esta vez sí, entrar en la política con un brillante curriculum que la acreditaba, en lo profesional, como doctora en Física e, ideológicamente, como liberal y demócrata cristiana. Lo hizo de la mano del veterano Helmut Kohl del que, tras anunciar su retirada, ella, que había sido una estrecha colaboradora suya, asumió primero la secretaría general (1998) y luego la presidencia del partido, cargo para el que fue elegida el 10 de abril de 2000.

Mostró desde entonces, y ya abiertamente, una tenacidad y ambición en la lucha por el poder que fueron las que acabarían por llevarla a la titularidad de la cancillería el 22 de noviembre de 2005, triunfo refrendado en los sucesivos comicios celebrados a lo largo de 16 años. O, lo que es lo mismo, hasta (casi, casi) ayer.