La tinta simpática del FARO, o el canario que canta sobre la calavera

armada
Trato de recordar con precisión cuando empezó mi historia de amor con FARO y corro el riesgo de convertir la memoria en imaginación.
Recuerdo las tijeras de costura de mi madre, de acero bien templado, capaces de seguir la línea de tiza sobre la tela según el patrón que había copiado de Burda. Es como si la tela le dejara al filo una suerte de limos cálido, como de tapete de billar. Con las tijeras de acero inox y un pegamento que primero fabricábamos con harina y agua (el engrudo hacía que la página engordara como un emplasto de noticias), hasta que pude persuadir a mis padres para que me compraran tubos de Imedio o Uhu (ahora creo que el Uhu se ha comido al Imedio) para pegar fotos, titulares, anuncios, curiosidades que recortaba minuciosamente de FARO DE VIGO y en cuadernos de espiral fabricaba mi primer periódico, ejemplar único.
Pero no supe bien lo que quería ser hasta que Pedro Pereira, profesor de Lengua y literatura en Montecastelo, hizo que mi fervor lector se encauzara y en algún lugar de mi cerebro empezara a encenderse y apagarse, como un local nocturno o un hotel digno de Simenon, la palabra periodista.
Escribe la norteamericana Annie Dillard: “La crueldad es un misterio, y un despilfarro de dolor. Pero si describimos un mundo en que quepan esas cosas, un mundo que es un juego largo y brutal, entonces tropezamos con otro misterio: el influjo del poder y la luz, el canario que canta sobre la calavera. Porque, a menos que los hombres de todas las razas y épocas hayan sido llamados a engaño por el mismo hipnotizador de masas (¿quién?), parece que existe algo llamado belleza, una gracia de todo punto gratuita”.
El Faro siempre estuvo en mi casa, desde que empecé a fijarme en sus páginas y a recortarlas con la tijera de costura de Adelina hace 60 años, y ahora, en que lo primero que hago cuando estoy en su casa del Camiño da Raposa casa es abrir el buzón para sacar un ejemplar y leerlo, tan crujiente como el pan. Mi madre no necesita que se lo planchen, como a la reina de Inglaterra el Times. El Faro me ha acompañado desde que tengo uso de razón. En ese periódico publiqué mis primeros artículos, hice mis primeras prácticas, escribí dos artículos semanales desde Madrid y gracias a él volví a recorrer el país natal, me reconcilié con mi pasado, con el paisaje irreconocible e inolvidable, con el mar que los faros que no son el Faro miden como escandallo que evita que nuestras vidas encallen o naufraguen.
Me gusta pensar que sin periódicos estamos perdidos. Que, como sabía Albert Camus, un país vale lo que su prensa. A mí me sigue gustando leer los periódicos en papel. A pesar de Sócrates y de lo que vino después, la calidad del pensamiento y de la escritura tiene más que ver con la verdad y la sintaxis que con el papiro, la pluma o el ordenador. El fetichismo es pensamiento mágico.
A mí me gustan los periódicos de papel, porque ordenan misteriosa y ambiciosamente el mundo, lo dividen por secciones, compaginan belleza y la crueldad para que con los ojos (que son las tijeras del cerebro) recortemos aquello que nos trae un recuerdo vivísimo de la infancia, un Snipe contra la silueta borrosa de San Simón, la mímesis de las mejilloneras haciendo que la ría se parezca a un Shanghái imaginario como el de Víctor Erice, el fragor del mundo incomprensible que los periodistas queremos contar para que al lector, como a nosotros, nada humano nos sea ajeno.
Al Faro fui sin Virginia Woolf y volví con ella para entender a mis padres, entender al otro en mí. La tinta de los periódicos es el morse de los faros. Sin ellos estamos todavía más perdidos de lo que lo estamos.
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