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Réquiem por un vinilo

El abogado y escritor vigués Jacobo Iglesias reflexiona en primera persona, y desde la nostalgia, sobre las emociones de un grupo de jóvenes alrededor de las tiendas de discos de Vigo en 1984, en plena Movida,; y sobre los Rolling Stones

Portada del álbum "Undercover" (1984), de los Rolling Stones.

Mi tienda de discos favorita en Vigo siempre fue Hijos de Vázquez Lescaille. Tal vez porque allí compré mi primer vinilo. Esas cosas marcan, dejan surcos en la piel. Sobre todo para un niño que creció en los años ochenta. Ocurrió en 1984, estábamos en plena Movida, yo tenía diez años, dos primos de mi edad, y apenas trescientas pesetas en el bolsillo.

Para los que hayan llegado tarde a la Movida viguesa, diremos que Hijos de Vázquez Lescaille era una tienda en la que convivían discos y electrodomésticos. Se encontraba cerca de la Plaza de España, en la Gran Vía, haciendo esquina con la calle Islas Canarias. En la planta baja estaban las aspiradoras, los televisores y radiocasetes, y en el semisótano los Psychedelic Furs, John Cougar Mellencamp o Tina Turner. En Vázquez Lescaille reinaba siempre un silencio de iglesia, solo interrumpido, de vez en cuando, por la demostración de la potencia de algún aspirador. Era una tienda pulcra y ordenada, que olía a moqueta y a vinilo, pero, sobre todo, olía a años 80, una curiosa mezcla de olores y sensaciones imposible de recuperar y de definir. Era algo así como tener la sensación de que algo iba a ocurrir, aquella tarde o al día siguiente, pero iba a ocurrir.

Todos los sábados por la mañana en 1984 salía con mis primos caminando dese la Plaza de América y Las Traviesas hacia Vázquez Lescaille, lo que para unos niños de diez años siempre representaba una incierta aventura. En aquel entonces salir desde Las Traviesas para ir al centro de la ciudad se decía que era "ir a Vigo", como si la Plaza de América no fuese más que una pedanía.

Y es seguro que en ese largo camino hacia Vigo nos detendríamos a curiosear en algún edificio en obras, tocaríamos las estrellitas frontales de cada Mercedes Benz aparcado en la calle, como intentando conjurar su futura posesión, o cruzaríamos a la acera central de la Gran Vía para correr y jugar a lanzarnos terrones y castañas pilongas. Y a medio camino, en esa larga subida por la Gran Vía, solíamos detenernos a tomar resuello frente al recién inaugurado edificio "El Castañal". Algunos decían que allí, en el tejado de aquel lujoso bloque, había una piscina, cosa que nosotros, mirando hacia arriba, poníamos en duda, de la misma forma que algunas noches de verano mi abuelo, mirando también hacia arriba, siempre ponía en duda aquello de que el hombre había llegado a la Luna. El escepticismo, además de gallego, debe de ser un asunto de familia. O tal vez no. Pero lo cierto era que, hiciéramos lo que hiciéramos, aquellas aventuras de ir al centro de Vigo los sábados por la mañana pasarían por Vázquez Lescaille, nuestra tienda de discos favorita.

A nuestros ojos, aquel comercio era como una confitería. Primero, nos deteníamos frente al escaparate de la Gran Vía donde se nos hacía la boca agua con las novedades y algunas ofertas de vinilos, y después, ya dentro, podíamos manosear a nuestro antojo todos los dulces y las golosinas ordenados alfabéticamente en los expositores. Y ya que habíamos llegado a Vigo, es posible que aprovecháramos ese viaje para acercarnos a Prekua a ver algunos peces para nuestros acuarios (en aquella época estaban de moda los acuarios) o quizás a fisgonear en todas las plantas de El Corte Inglés. Después, siempre volvíamos a Las Traviesas con las manos vacías, pero con el espíritu lleno de portadas de vinilo.

Tal vez esto ahora no se entienda, pero entonces, para un niño de diez años, comprar un vinilo significaba hacerse hombre. Estábamos cansados de grabar la música que nos gustaba en nuestros casetes TDK. Llevábamos años grabando cintas y nuestras habitaciones estaban llenas de casetes por todas partes, pero queríamos el vinilo y lo queríamos ya. Por eso, cuando entrábamos en Vázquez Lescaille nos latía el corazón con fuerza. Íbamos directos al semisótano y comenzábamos una minuciosa inspección, absortos durante una o dos horas en las portadas, contraportadas, fotos, letras, canciones... Yo me detenía un buen rato en la letra erre, donde estaban los Rolling Stones. Allí, todos los sábados por la mañana, erre que erre, pasaba un buen rato sobando el Beggars Banquet, Let it Bleed, Sticky Fingers (sin la cremallera original de la portada, que se había prohibido en España) y, sobre todo, el último álbum de estudio de los Stones, el que acababa de salir al mercado en 1984, Undercover, cuyo videoclip, She was hot, me tenía fascinado. Ese era, en secreto, el álbum que yo anhelaba para comenzar mi colección de vinilos: el último disco de los Rolling Stones. Pero por entonces un vinilo valía alrededor de 850 pesetas, y nuestras pagas semanales para comprar chucherías y jugar a las maquinitas en los bares de Las Traviesas no alcanzaban para tanto.

Así que mis primos y yo seguimos huérfanos de vinilo durante unos cuantos meses más, hasta que, después del verano, llegó un día en que no pudimos aguantarlo más. Y ese momento, como casi todos los momentos importantes de la vida, llegó por casualidad. Estábamos los tres merendando en casa de nuestra abuela un bocadillo de mantequilla con azúcar o alguna otra merienda de la época, cuando vimos un documental en la televisión sobre un cantante que había fallecido unos pocos años atrás, y del que acababan de editar un recopilatorio del que todo el mundo hablaba. Ese cantante se llamaba Bob Marley y el disco era Legend. Nos quedamos fascinados al momento con su forma de cantar y aquellas trenzas en el pelo. Así que allí mismo quedó decidido: ese recopilatorio sería nuestro primer vinilo. Solo quedaba el escollo del dinero, y ya que nos era imposible ahorrar novecientas pesetas por separado, decidimos que lo compraríamos entre los tres, y después cada uno tendría el vinilo una semana en su casa. Durante algún tiempo estuvimos escatimando dinero a las chucherías, y las maquinitas del Paquetá, Moby Dick y La Granja dejaron inesperadamente de engordar con nuestras monedas.

Cuatro o cinco semanas más tarde, un sábado por la mañana del otoño de 1984, alguien se habrá cruzado con tres niños de unos diez años que caminaban muy temprano por la Gran Vía con trescientas pesetas en el bolsillo y un extraño brillo en los ojos, el brillo de quien sabe que se va a hacer hombre en unos minutos. Aquel día, mientras subíamos hacia la Plaza de España y nos deteníamos a contemplar con escepticismo el lujo de "El Castañal", yo seguía alimentando en secreto la esperanza de que el disco que compraríamos sería Undercover, el último álbum de estudio de los Rolling Stones. Tal vez Legend estuviera agotado o fuera demasiado caro para nuestro presupuesto.

Pero Bob Marley nos estaba esperando en Vázquez Lescaille, mirándonos pensativo desde la portada del álbum. No empezamos con mal pie aquella discoteca compartida, pues Legend es una de las mejores grabaciones del siglo XX de cualquier estilo y lugar. No recuerdo quién se lo llevó primero a su casa, pero nadie quedó conforme con aquel sistema de reparto en el que eras un hombre solo durante unos cuantos días, así que pronto deshicimos aquel pacto para comprar vinilos entre tres. Yo me quedé sin mi disco de los Rolling Stones y volvimos a nuestra rutina de grabar cintas TDK.

Ironías del destino (o designios del mercado), unos pocos años después los vinilos comenzaron a evaporarse y el cedé inundó las tiendas, así que cuando estuve en disposición de poder pagarlos, los vinilos habían desaparecido del mercado. Mi discografía de los Stones se hizo a base de casetes y cedés durante todas estas décadas, hasta que el pasado 6 de enero recibí un regalo en un paquete fino y cuadrado. Pensé que por sus dimensiones sería un calendario o algún tipo de carpeta. Sin embargo, al abrirlo, descubrí un doble vinilo con el último álbum de estudio que los Rolling Stones publicaron en diciembre de 2016. ¡El último disco de los Rolling! ¡Un vinilo de los Stones! No me lo podía creer. Cerré los ojos y me transporté de repente a Vázquez Lescaille. Vi la moqueta y los electrodomésticos, vi los paseos por la Gran Vía, las estrellitas de los Mercedes y las castañas pilongas. Por unos breves instantes pude incluso volver a oler y sentir los años 80, aquella extraña sensación que teníamos de que algo iba a ocurrir.

Al volver a mi casa puse el vinilo en el tocadiscos y me senté a escucharlo en el sofá. Blue & Lonesome es un álbum íntegramente dedicado al blues. Mick Jagger está pletórico con la armónica e incluso se atreve con el aparentemente sencillo pero muy complicado estilo de Jimmy Reed. Pero no se trata de un disco lleno de colaboraciones al uso. El único artista invitado ha sido Eric Clapton, tal vez para rendir tributo al mejor bluesman que ha dado esa brillante generación de músicos británicos que apadrinaron Alexis Korner y John Mayall.

El último álbum de los Rolling Stones suena crudo y suena honesto, que es como debe sonar un buen disco de blues, pero, sobre todo, suena a despedida. Y suena a despedida porque es precisamente el blues lo que hizo posible que los Rolling Stones se formaran como banda, y es la música que ha atravesado, como una flecha de cupido, su vasta discografía de lado a lado. Así que los Stones se han permitido el gusto de terminar su carrera del mismo modo que la empezaron: tocando blues. Una despedida que cierra el círculo perfecto que los Rolling Stones han trazado en la música rock.

Las cosas han cambiado mucho en Vigo desde el año 1984. Por supuesto, ha ocurrido todo eso que iba a ocurrir en los años 80 y muchas cosas más. Pero la vida, como se dice coloquialmente, ha dado muchas vueltas: Vázquez Lescaille ya no es más que un vago recuerdo de la Gran Vía, los vinilos vuelven a estar de moda en todas las tiendas de música, ninguno de mis primos tiene un Mercedes Benz todavía, y el barrio de Las Traviesas, por fin, ya forma parte de Vigo. Supongo que todo eso significa que los escépticos estamos de enhorabuena. O tal vez no. Pero si hay algo que no ha cambiado desde entonces es que los Rolling Stones siguen sacando buenos discos. Me temo que este sea el último. Ojalá me equivoque. Pero al menos ya tengo mi vinilo, el vinilo que aquel niño de los años ochenta siempre quiso haber comprado en su tienda de discos favorita, Hijos de Vázquez Lescaille.

(*) Abogado y escritor

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