En el cuento, la joven conoce a su príncipe en un baile en palacio o mientras éste pasa a caballo cuando ella recoge florecillas en un prado. Pero en la vida real el escenario cambia y es mucho más de andar por casa. Puede ser en una fiesta (como los Reyes de Holanda, que se vieron por primera vez en la Feria de Sevilla), en la universidad (como los Duques de Cambridge), en una cena entre amigos en un piso (como los Reyes de España) o en unos Juegos Olímpicos.

Habrá que estar atentos a Río de Janeiro en los próximos días y a los cachorros de la realeza en edad de cortejar que por allí pasen para ver si salta la chispa y alguno encuentra pareja mientras anima a los deportistas de su país en la competición.

Porque las Olimpiadas son uno de los eventos más habituales de los "royals" para encontrar novio o novia.

Si no, que se lo digan a los Reyes de España, no los de ahora, sino los anteriores, los padres de Felipe VI. La versión más extendida es que don Juan Carlos y doña Sofía se conocieron en 1954 durante un crucero por las islas griegas en el que participaron numerosos miembros de la realeza europea, organizado por la madre de ella, la reina Federica. Pero por lo visto hubo que esperar seis años a que la historia fraguase y fue, aparte de otras citas y encuentros esporádicos, durante las Olimpiadas de Roma de 1960 cuando surgió definitivamente el flechazo. Un año después se comprometieron y al siguiente se casaron.

Quién les iba a decir a los reyes que casi 40 años después otros Juegos Olímpicos servirían para que su hija pequeña, la Infanta Cristina, encontrase marido: Iñaqui Urdangarín. Algo ya debía de haber entre ambos, han recogido las crónicas, cuando llegaron a Atlanta (EE UU) en 1996. Él era un guapo y resultón jugador de la selección de balonmano. Ella, una infanta muy maja y muy popular, guapetona y conocida por su gran afición al deporte. En la ciudad donde nació la Coca-Cola cortejaron, se dejaron fotografiar echándose miraditas... En abril de 1997 se oficializó su noviazgo y en octubre se casaron en Barcelona, ciudad olímpica donde las haya. Lo que vino después es de sobra conocido. Ellos siguen juntos, en lo bueno y en lo malo. Lo que unieron las Olimpiadas difícil parece ser que lo pueden separar los tribunales.

Juntos también siguen, pese a los rumores, los príncipes de Mónaco, Alberto y Charlène. En este caso, ella es la deportista, pues en Sidney (Australia) en 2000 compitió como nadadora con su país, Sudáfrica. La historia oficial es que en la lejana Oceanía, durante las Olimpiadas, se conocieron, y que años después comenzarían una relación que se dio a conocer públicamente en otra cita olímpica, pero de invierno, en Turín 2006. Charlène tuvo una lesión que la obligó a dejar de nadar profesionalmente, aunque también su noviazgo con Alberto y posterior boda influyeron para alejar a la rubia y fornida princesa de las piscinas. Hoy tienen dos hijos y acaban de celebrar sus cinco años de casados, un tiempo en el que nunca se han librado de los rumores de divorcio. Célebres fueron las lágrimas de ella el día de su boda: ¿por amor o desamor? Está por ver y el tiempo dirá.

En Sidney también se conocieron los que están llamados a subir -más pronto que tarde, auguran los cronistas expertos en la realeza- al trono de Dinamarca cuando la reina Margarita decida jubilarse. La princesa Mary jugaba en casa, pues las Olimpiadas se celebraron ese año en su país natal. Su despiste ha pasado a la historia como una graciosa anécdota en el noviazgo de una de las parejas más guapas de las monarquías europeas. Y es que entonces la joven abogada, que trabajaba para una agencia de publicidad, no se dio cuenta de que el joven apuesto que le acaban de presentar como Fred era el príncipe Federico de Dinamarca. A los pocos minutos cayó del guindo y Cupido hizo su trabajo.

El encuentro, si bien durante los Juegos Olímpicos, fue algo alejado de las canchas deportivas: en un pub, donde unos amigos de Mary habían organizado una fiesta para algunos de los jóvenes royals que por allí había, entre ellos, Joaquín de Dinamarca y Marta Luisa de Noruega. Ésta última, por cierto, afronta estos días el desamor con su divorcio del siempre polémico Ari Behn. Volviendo a Dinamarca: Mary y Federico siguieron viéndose después de Sidney y a los tres años ella dejó su querida y lejana Tasmania para instalarse en Europa, comprometerse con Fred y casarse en 2004. Hoy son una de las parejas reales que más felicidad rebosa en sus apariciones públicas y tienen cuatro hijos.

A la princesa Ana -única hija de Isabel II de Inglaterra- y al capitán Mark Phillips no les duró un amor que unieron las olimpiadas, no una, sino dos: Munich 1972 y Montreal 1976. En las primeras compitió él, como jinete del equipo británico que se llevó el oro. En las segundas, ella. A ambos les unió su amor por los caballos, que han transmitido a su hija menor Zara, quien compitió y obtuvo una medalla de plata en los últimos juegos, en Londres 2012. La princesa puso los ojos en el apuesto capitán, al que conoció por la afición ecuestre que compartían. La pareja fue famosa en su día por las cabriolas que hacían para evitar a los paparazzi hasta que su noviazgo se hizo oficial y se casaron en 1973. Pero la historia de amor no duró y en 1992 contribuyeron con su divorcio al famoso "annus horribilis" de la Reina de Inglaterra, que tuvo que hacer frente a los fracasos matrimoniales de tres de sus cuatro hijos, además de asimilar el incendio del castillo de Windsor.

Y para cerrar los amores olímpicos de la monarquía, otra pareja veterana y que sí ha durado: la de Gustavo y Silvia de Suecia. "Cuando la vi por primera vez dije 'clic' y ese 'clic' se ha mantenido desde entonces", contó el monarca sobre su primer encuentro con la bella azafata brasileña de origen alemán Silvia Sommerlath. Fue en Munich, en 1972. Ella tenía 28 años y él, tres menos. La joven trabajaba de intérprete en las Olimpiadas al dominar cinco idiomas. El joven entonces heredero (subió al trono en 1973) se quedó prendado y decidió seguir adelante con su cortejo a Silvia pese a que en la corte sueca no estaba muy bien visto que los de sangre azul emparentasen con los que sólo la tienen roja.

Carlos Gustavo se armó de paciencia. Era el heredero (su padre había fallecido cuando él tenía un año y su tío renunció a sus derechos por amor) de Gustavo VI Adolfo, un abuelo de la vieja escuela que no estaba dispuesto a tolerar a una azafata en la corte y mucho menos en el trono de Suecia. Esperó a la muerte de éste, en 1973, para no causarle más disgustos y una vez convertido en rey hizo reina a Silvia, con la que se casó en 1976.