La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa? El cuento casi siempre acaba bien. En la vida real, está por ver. Porque lo de ser princesa no era un cuento y a muchas se les atraganta el trabajo que un día decidieron aceptar con entusiasmo. Hay mujeres de la realeza que acaparan titulares, más que por la felicidad que por su cargo deberían exhibir en público -Máxima de Holanda y Catalina de Cambridge son el mejor ejemplo de entusiasmo sin límites-, por la tristeza que arrastran en sus rostros, cierta melancolía que los mejores maquilladores de palacio son incapaces de ocultar.

El listado lo encabeza por méritos propios Charlène de Mónaco, quien desde el día de su boda se ganó a pulso el título de princesa infeliz. Masako de Japón o Estefanía de Luxemburgo son otras dos que en sus apariciones públicas no logran esquivar los comentarios de su supuesta mala y desgraciada vida tras las paredes de palacio.

La malograda lady Di paseó este sambenito por medio mundo y ella misma contribuyó a alimentarlo con su sonada y ya mítica entrevista a la BBC británica -imposible olvidar sus ojeras- en la que confirmó un secreto a voces: la infidelidad de su marido, el príncipe Carlos, quien hoy es feliz como una perdiz con su esposa Camila. No se ha librado ni Letizia de España, a la que en sus inicios como princesa se le atribuyó ser presa de la melancolía producida por su jaula de oro (el palacio de la Zarzuela) y por añorar su vida en libertad (las calles de Madrid y su piso de soltera de Valdebernardo).

Con todo, es Charlène la ganadora del título de reina de la infelicidad sin lugar a dudas, aunque muchos dirán que ya quisieran ellos curar sus penas en un chalé en Córcega o en la Costa Azul, como parece ser que hace ella. La última prueba -según los entendidos- del disgusto que arrastra la exnadadora sudafricana es que se ha ausentado, ni más ni menos, que del Baile de la Rosa, el acto del año en Mónaco. ¿Motivos? Hay donde elegir: desde un enfado con su esposo Alberto, quien tendrían un tropel de amantes, a su mala relación con su cuñada Carolina, quien siempre exhibe su glamour y el de sus hijos (y nietos, nueras, amigos...) en la fiesta. Desencantada de todo (lo que tenga que ver con Mónaco), hay apuestas sobre cuándo anunciará palacio el divorcio de los reyes, una vez cumplido el acuerdo matrimonial de ella: dar herederos a Alberto. Lo de Charlène no es nuevo, pues en julio de 2012, el mismo día de su boda, los comentarios sobre su rostro compungido, tristón y a punto de echarse a llorar fueron numerosos. Entonces se habló de que intentó huir de Mónaco para no pasar por el altar.

Lo de Masako de Japón es más serio, pues la esposa del príncipe heredero Naruhito sufre una depresión que se le declaró al poco de casarse en 1993. El estricto protocolo de la corte japonesa siempre ha estado en el punto de mira como causante de la infelicidad de Masako, a quien no puede reprochársele hacer un soberano esfuerzo por aparentar normalidad cada vez que ha aparecido en actos públicos. No obstante, cuentan que en los últimos tiempos ha mejorado y poco a poco ha ido encontrando su sitio.

Nunca lo encontró Diana de Gales. La malograda lady Di aumentó su leyenda de princesa triste al fallecer en 1997 en desgraciadas circunstancias (un accidente huyendo de los paparazzi en París) bastante joven, con 36 años. Hasta entonces paseó su tristeza por medio mundo. No tuvo reparos en relatar una por una las causas de la pesadilla en la que se había convertido su vida en cuanto entró en el palacio de Buckingham: a los cuernos del marido se sumó la antipatía de su suegra, la reina Isabel; la persecución de la prensa; su bulimia... Diana se divorció con el afán de poner fin a todos sus males, pero ya era tarde.

La joven Estefanía de Luxemburgo también tiene que sufrir de vez en cuando las críticas por su poco entusiasmo como esposa del heredero del gran ducado, Guillermo, con quien se casó en 2012. En este caso, el supuesto motivo de su infelicidad es la ausencia de hijos: seis años sin quedarse embarazada son muchos para una princesa europea. Aunque ella ha dejado claro que no quiere ser madre de momento, que es muy joven y que ya habrá tiempo. Pero no hay manera y hasta que decida, si lo hace, dar el paso a la maternidad, la heredera luxemburguesa será una más del clan de las tristes.

En este grupo nunca estarán las citadas Catalina de Cambridge o Máxima de Holanda, que si algún día pierden su trabajo en la corte lo encontrarán sin problema para anunciar dentífrico. Su eterna sonrisa es su mejor marca -las dos superan con creces en las encuestas de popularidad a la mayoría de sus parientes reales-. Aunque la procesión vaya por dentro algunas veces, ellas sí que lo saben disimular. No tan estupendas, pero más normales, son Mary de Dinamarca y Mette-Marit de Noruega: ambas no cuelan en la lista de las más felices, pero tampoco en la de las tristes. En la primera tienen también lugar por méritos propios las hermanas Victoria y Magdalena de Suecia, junto con la recién incorporada, su cuñada Sofía. Las tres son la mejor estampa de la felicidad sueca, aunque a la tercera hay quien ya ha querido ver cierta desazón por no acabar de encontrar su sitio entre los Bernadotte. Cuestión de tiempo decidir en qué grupo acaba la díscola (en su juventud) Sofía.