Yo siempre he querido ser duquesa de Alba. Qué quieren. Ya sé que ser aristócrata y latifundista no es políticamente correcto (millonaria es harina de otro costal) pero es que al nuevo duque no le veo en el papel. Usted me perdonará, grande de España, pero me había acostumbrado a que la duquesa fuese duquesa, no duque, ya me entiende. Incluso al consorte me había hecho. Ya me barruntaba yo (hablo como la malísima de El secreto de Puente Viejo) que no me nombrarían heredera universal, pero aquí me tienen, a las puertas de Las Dueñas con mis mejores galas. Hasta la tiara (una reciclada de una despedida de soltera, no se vayan a pensar) me he colocado sobre el moño italiano. Ya sé, ya sé, que hay en el palacio cuadros de relumbrón y que en sus jardines jugaba el poeta, pero yo, la verdad, guardo cola, aquí la primera desde buena mañana, por si vislumbro a Cayetano poniéndole ojitos a alguna, ahora que está mejorcito; o a la niña, no sea que haya vuelto con Coronado y sea la primera en enterarme; y no digamos si doy con algún recuerdo de Alfonso Díez, un señor de tan buen ver, el gallinero aunque sea... ¡Ay, si fuera al menos baronesa!