El 15 de octubre de 1959 el Instituto Karolinska de Estocolmo comunicaba Severo Ochoa que le había sido otorgada esta prestigiosísima distinción -compartida con su colega Arthur Kornberg- por sus descubrimientos «de los mecanismos de la síntesis biológica del ácido ribonucleico y desoxirribonucleico».

Hoy se cumple medio siglo del día en el que Ochoa recibió un telegrama con la extraordinaria noticia cuando se hallaba en su laboratorio de la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York. Este tipo de telegramas no suelen ser fruto de la casualidad ni de la improvisación. En el caso de Severo Ochoa (Luarca, Asturias, 1905-Madrid, 1993) era la resultante de la suma de un singular talento, una audacia ferozmente emprendedora y una incurable «locura» por un «hobby» llamado bioquímica. Como su sobrino nieto, Ochoa también se adelantó a los ritmos rutinarios de la historia. Y lo hizo para desentrañar misterios de la biología, para descifrar páginas decisivas del «libro de la vida». Un trabajo que hace medio siglo lo situó en la cumbre de la ciencia y cuyas huellas son claramente perceptibles en los avances de la biología de las últimas décadas.

Severo Ochoa y Ramón y Cajal, son los únicos científicos españoles acreedores del premio. A la guerra incruenta que es la ciencia, a la zona de combate donde Alemania, Francia o Reino Unido envían batallones, donde Italia, Rusia o China destinan escuadrones, donde campean Estados Unidos y Japón, allí, a lo caliente, nosotros lanzamos cada medio siglo un paracaidista.