Lafuente señala que si primero fueron la genética y la biotecnología, ahora es la nanoindustria (basada en materiales de microescala: un nanometro es la milmillonésima parte de un metro) la que está utilizando la fórmula de la patente para quedarse con el monopolio de elementos básicos, "no de propiedades inventadas, sino descubiertas".

En una entrevista con Efe, Lafuente subraya que la política científica ha de saber diferenciar entre lo que es un descubrimiento y lo que es una invención.

"Es normal que las invenciones estén protegidas. Que se garantice la inversión hecha y se permita al investigador y a la empresa tener un monopolio sobre la misma. Pero ahora hablamos de algo nuevo: estamos permitiendo que se patente y que haya derechos de propiedad sobre el descubrimiento de fenómenos naturales que estaban ahí y que deberían seguir estando", alerta este investigador.

Lafuente, uno de los divulgadores científicos más conocidos de España, que recientemente participó en Barcelona en una jornada sobre "El gobierno de los riesgos en la nanotecnología", ve increíble que se estén vendiendo incluso los colores, las formas de producir una intensidad, que sólo se puede lograr con una sustancia nanotecnológica, "pero eso, es patentar un color", se lamenta.

Formas de carbono, conocimientos indígenas, nanocristales, genes o secuencias genéticas -como ya denunció en su obra el recientemente fallecido Michael Crichton- son "apropiaciones" que puedan llegar a retardar los avances médicos para luchar contra enfermedades mortales y aumentan los costes de tratamiento de forma exorbitante.

Lafuente explica el caso de unos investigadores a quienes se les ha permitido patentar que el cuerpo reacciona "de una determinada manera" frente a una sustancia.

"Es ridículo que me permitan patentar el proceso de cómo el cuerpo reacciona de forma natural o evolutiva, que es algo que hemos heredado", dice el investigador, que alerta de que cualquier médico que se base en el conocimiento de ese proceso "tendrá que pagar por usarlo a su propietario".

Además, este ansia "patentadora" provoca, afirma el investigador, que "el principio de precaución" no esté funcionando e impere "el de imprudencia".

"Cualquier cosa que tengamos en las manos, nos guste o nos disguste, francesa o norteamericana, hay que ponerla enseguida en el mercado y hay que venerarla, porque parece que todo lo que es nuevo es venerable", explica Lafuente, autor del ensayo "El carnaval de la tecnociencia".

Una de las vías más usadas por las grandes corporaciones para "intoxicar" a la opinión pública sobre las bondades de sus productos pasan por financiar fundaciones o instituciones "a las que ponen unos nombres muy hermosos y rimbombantes del tipo 'Fundación para la conservación del medio ambiente y la libertad' y que se dedican a comprobar cosas que a las empresas les vienen muy bien que se comprueben", afirma este divulgador.

Estos estudios "interesados" se hacen, afirma Lafuente, para contrarrestar "supuestas opiniones sin fundamento", y para dejar claro que "no se va a detener el mundo por algunas sospechas", lo que denomina "manufacturar incertidumbre".

En este sentido, abunda que el conocimiento que se tiene de los riesgos de muchos de estos nuevos productos "es muy pequeño, poco relevante", porque no se exige a las empresas las inversiones necesarias para conocer sus posibles consecuencias en la salud o ambientales, y denuncia que los Estados están echando "un capote" a las multinacionales.

Para Lafuente, un ejemplo de esta incertidumbre es la industria farmacéutica que destina el 75 por ciento "a propaganda", y el resto de la inversión a investigación.

No obstante, añade que las propias empresas se están dando cuenta de que el "tercer sector" en ciencia -voluntariado, asociaciones de afectados, las ONG- son una trama ciudadana cada vez más importante y que hay que tenerlo en cuenta, y que deberían intentar "introducir sus mercancías a través del diálogo social mejor que por la intoxicación".