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Misterios dolorosos: hurgando en la inquietud

La ficción no tiene que ser, necesariamente, un viaje cómodo a través de patrones reconocibles y mensajes reconciliadores: el arte en ocasiones tiene que acongojar

Misterios dolorosos: hurgando en la inquietud

El cine de David Lynch, la literatura de William S. Burroughs, la pintura de Francis Bacon o la fotografía de Joel-Peter Witkin no buscan reflejar ni una realidad ni un mundo interior cálidos, cómodos para el lector/espectador. El arte es un vehículo ideal para transmitirnos sensaciones turbadoras que a menudo subyacen en nosotros mismos, en nuestra mirada al mundo. Sensaciones que generalmente anestesiamos para seguir con nuestras rutinas diarias. No es habitual vivir con la constante presión del sinsentido de la vida, la certeza y la incógnita de la muerte, o la naturaleza caprichosa del destino (si convenimos en que el destino es algo que exista, claro). Por eso el arte supone un vehículo ideal para indagar en estas cuestiones de arrebato y pathos, un viaje acompañado, guiado y que pactamos: dura lo que nos dura la contemplación, la lectura, que son un paréntesis para la reflexión interna que no nos hunda en abismos existenciales. Nadie quiere acabar como Woody Allen en "Hannah y sus hermanas", buscando religiones sin ton ni son y acabando presos de una angustia indomable ante el sentido de la vida.

El cómic ha escapado generalmente de estos asuntos de abismos y existencialismos, encauzada su producción por la senda de lo comercial y lo ligero, a lo sumo por la vía de lo generacional que lo emparenta con el "sexo, drogas y rock and roll". Pero hay obras y francotiradores que sí, hurgan en el lienzo de la realidad y nos devuelven su propia mirada, enternecedora, quizá también sanadora. De hecho en las últimas semanas hemos visto publicadas dos obras que podemos aunar en esta búsqueda, quizá incómodo pero necesaria: "Febrero para galgos" (Peter Jojaio, Entrecomics Comics) y "Un millón de años" (David Sánchez, Astiberri).

Peter Jojaio es un autor debutante en la novela gráfica (previamente se ha desfogado en obras colectivas o en el terreno de la autopublicación, el fanzine, la edición on line y la autoedición, así como cn un trabajo breve para Apa Apa) que desarrolla en 176 páginas una historia angustiante sobre dos niños perdidos en laberintos de violencia y desafectos: acoso escolar, adultos crueles, animales parlantes y climas oníricos inundan una obra sorprendente. Lo es porque las cosas no son sobre explicadas (de hecho podríamos decir que es argumentalmente elíptico, calculadamente opaco); porque desconocemos todo de los niños protagonistas (hasta sus nombres) pero Jojaio logra que empaticemos con ellos; porque su tono intersecciona surrealismo atroz, costumbrismo urbanita y ficción ruralista (como si Mezclamos "Vacas" de Julio Medem con el cine de los hermanos Dardenne); porque abunda en diálogos secos que pueden recordar a trabajos del inclasificable Gabriel Corbera; y porque su estilo y su composición de página son mutantes y experimentales.

Si la de Peter Jojaio es una ópera prima sólida, "Un millón de años" es la cumbre de un autor de estilo reconocible. David Sánchez ya nos mostró las "mansiones de la locura" en trabajos previos como "Tú me has matado" (Astiberri, 2010), "Videojuegos" (Astiberri, 2012), " No cambies nunca" (Astiberri, 2012) o "La muerte en los ojos" (¡Caramba!, 2012). Hasta ahora éste último título, un cómic breve, grapado y de pocas páginas, era mi obra favorita de un autor que, ya entonces, había adquirido un grado de depuración que lo ubicaba entre las mejores firmas nacionales. Así que hay que empezar diciendo que me parece mentira el salto que da con su último trabajo, una demoledora pesadilla que centrifuga obsesiones pulp y de serie Z alrededor de los misterios y las miserias de la religión y que es su mejor trabajo hasta la fecha.

Es muy difícil comparar "Un millón de años" con nada para dar una idea de por dónde van los tiro,pero vamos a intentarlo, porque nos va la marcha: imagina al David Lynch más malsano e impenetrable con la querencia juguetona con las estructuras narrativas de Kubrick y el gusto por los espacios elípticos de Carlos Vermut. Mézclalo con el George Miller de "Mad Max: Fury Road" liberado de anfetaminas y testosterona. Crea pesadillas sin perder una intención discursiva (lo dicho, aquí El Gran Tema es la religión, las religiones y su incidencia). Y hasta podría atreverme a decir que en el empleo totémico y onírico de animales (reales, imaginarios), Sánchez me recuerda aquí a ciertos momentos de "Grandes Preguntas", la obra magna de Anders Nilsen. Sobre todo los paisajes que Nilsen ilumina con un halo mítico.

La reflexión apocalíptica resultante, David Sánchez la sirve con un estilo gráfico ya reconocible, personal pero que parte de precedentes muy reconocibles, una línea clara (pulcra, quirúrgica) que abreva tanto de Hergé como de Charles Burns (bueno, más de este que del amigable autor de Tintín). Ese dibujo frío pero aparentemente amable, reconocible, "muy de cómic", es notablemente determinante en la capacidad de azorar que tienen las obras de Sánchez. Y es que si alguien se esperaba que el nuevo trabajo del ilustrador reflejase una supuesta madurez a costa de una rebaja del tono profundamente incómodo, desasosegante de su producción previa, que sepa que no. "Un millón de años" puede ser más enfocado, puede mostrar una claridad en las metas de la obra, qué nos quiere transmitir más allá de incomodidad. Pero el cúmulo de secuencias desasosegantes es tan amplio como sus resultados devastadores. Más que nunca, quizá, pues atiende a cuestiones universales que vertebran la historia de la humanidad. Antes los guiños a los "mad doctors", a las adicciones químicas o a las road movies, eran vehículos para Sánchez. Ahora disertar (nunca en primer plano) sobre la necesidad de la fe es la meta, el fin de "Un millón de años".

En definitiva, habrá momentos para ligerezas argumentales, pero hoy toca abrir las puertas más oscuras a través de dos libros importantes. Y cegadoramente perturbadores, claro que sí.

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